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Columna
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El burlón

Juan Cruz

Según las crónicas, no es la primera vez que este diputado hace burlas sentado en su escaño a quienes están hablando desde la tribuna de oradores. La última burla consistió en hacerle el saludo del puño cerrado a un hombre, José Antonio Labordeta, que ya fue objeto de insulto en el pasado. Parapetados los diputados compañeros del burlón detrás de la pancarta del agua (¡qué les diría el jefe que denunciaba a los pancarteros!), parece que siguen las consignas despeinadas del burlón, y así hacen siempre; el burlón les manda, ya les mandaba desde La Moncloa: ¡que hay que insultar más!, les dijo a los que preparaban la última campaña. Y ahora, parapetado el propio burlón en su gesto de sarcasmo (fíjense ustedes, qué medianía, el puño cerrado, una antigualla) queriendo insultar al que estaba en el uso de la palabra, burlándose de él, consiguió que Labordeta, tranquilo y desmañado, saltara desde el armónico cansancio de su discurso hasta la yugular de los insultos populares: "¡Gilipollas!". A veces una palabra así salva al hombre de todos los gritos, y acaso no sabe Labordeta a cuántos representó en ese momento, poniéndole adjetivo a su cansancio de ser interrumpido. Si se pudiera decir así diríamos que el cantante aragonés, precisamente aragonés, y ahora parlamentario, le cantó al diputado la única canción posible cuando uno está harto. Gilipollas. En Canarias se dice más fuerte, y aquí, en el lenguaje peninsular, gilipollas significa menos de lo que la gente cree, o más, pues alude a modos de percibir el poder que tenían los romanos: según pudieran superar o no el pollo urbano que prohibía el tráfico de las calles. El burlón es una figura muy habitual de nuestra historia; a veces es indecente pero no hace daño, y a veces hace un daño indecente. Estos días he escuchado a un burlón contemporáneo, de los que califican a la gente en función del apellido, decir que esto del Yakovlev es una gaita. Y he observado que alimentaba su desprecio con una expresión muy de burlón o burletero, qué más da, que es lo que siempre se dice cuando uno trata de tachar la dignidad de los argumentos ajenos. Acaso Labordeta, castizo según el presidente del Congreso, acogió en su desahogo las ganas de gritar que uno tiene a veces.

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