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Tribuna:EL MALESTAR DE LA EDUCACIÓN | Aulas
Tribuna
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Algunos síntomas de un verdadero problema

El mundo de la educación está siendo objeto estos días de un debate público espontáneo como no se daba hace tiempo. Mucha gente sabía -sabíamos- que las cosas no andan bien, pero de algún modo se confiaba en la buena voluntad de los agentes educativos, quizás en la inercia de los mecanismos, para ir saliendo de ese clima larvado de descontento, de malestar, de crisis más o menos encubierta. Parece que eso ya no va a ser posible, y creo que hemos de alegrarnos. Las alarmas han sonado, probablemente como consecuencia inmediata del cambio de Gobierno, y es preciso hacer algo. El momento, desde luego, es el idóneo -incluido un verano para pensar- y hay que aprovecharlo.

La primera pregunta que conviene hacerse es si estamos ante un deterioro generalizado del sistema o ante una crisis estructural. Me inclino más por lo segundo. Las fugas que se producen, los puntos calientes, son tantos, que no cabe pensar a estas alturas en cuestiones de fontanería.

En tres grandes grupos podrían clasificase esos síntomas: de sociología de la educación, de sistema educativo, y de teoría o filosofía de la educación. Entre los primeros, y sin ánimo de agotar el panorama, habría que señalar: el descrédito en aumento del profesorado y de la escuela pública, debido, en parte, a que sus centros están asumiendo la mayor carga de los problemas sociales agudos: marginación, inmigración, etcétera (en la costa almeriense, por ejemplo, aparecen hasta siete o diez idiomas en un mismo aula). La inclinación cada vez más acusada de las clases medias urbanas a refugiarse en la enseñanza privada, incluso en contra de sus convicciones. La abundancia de estados depresivos entre los enseñantes (curiosamente, y según estadísticas, más frecuentes en la pública que en la privada). La dificultad de la administración para reclutar agentes cualificados del sistema, traducido en el hecho de que cada día más directores de centro lo son por imposición administrativa -directores "de telegrama"-; en Sevilla, por ejemplo, pasan del 60%.

Entre los síntomas que corresponden al interior del complejo, citaré: la incapacidad para superar el problema de los interinos; miles de profesionales deambulando de un lado para otro, haciendo lo mismo que los funcionarios, pero con menos salario y menos derechos. La formación inicial del profesorado y su formación continua. La primera, confiada a un Curso de Aptitud Pedagógica que hace mucho tiempo se sabe no cualifica y cuya sustitución lleva en estudio más de diez años. La segunda, eterna asignatura pendiente, escondida entre sucedáneos. El hecho de que no existe un verdadero control sobre el profesorado y que, hagan lo que hagan, cobran todos lo mismo en su correspondiente nivel, salvo antigüedad (en Francia, por ejemplo, hay hasta 11 niveles salariales, en función de méritos personales diversos). Eso produce desánimo en los profesionales más eficientes, y corporativismo en los demás. Otra sustancial diferencia es la que se da entre profesores de la pública y de la privada, éstos con un tercio menos de salario, pero un tercio más de horario lectivo. Una injusticia laboral evidente. Y no terminaré este apartado sin mencionar a la víctima estructural por excelencia de la LOGSE: un raquítico bachillerato de dos años, a todas luces insuficiente, al que habría que incorporar un tercero, como preparación especializada para la Universidad.

El desgaste de la teoría de la educación, simplificando mucho, es que la interpretación del constructivismo que hizo el equipo de Maravall, para sustento teórico de la LOGSE, desarrolló una gran dosis de voluntarismo y se ha revelado como un pensamiento demasiado débil, incapaz de resistir el contraste con la realidad. No han funcionado muchas de sus aplicaciones, entendidas como metodología general para la enseñanza personalizada, para la evaluación continua -en su lugar, se han afianzado los exámenes de lotes de materia-; para la atención a la diversidad de los alumnos, en competencia manifiesta con la comprensividad (núcleo de formación obligatoria para todos); para la diversificación en asignaturas optativas, a edades demasiado tempranas, etcétera. Todo eso ha producido una enorme complejidad del sistema, que tiende a hacerlo cada día más inoperante. Se suele usar como explicación que no se contó con los medios adecuados para desarrollar tales instrumentos. Pues entonces que no se hubieran puesto en marcha. Pero, además, ese argumento no sirve para todo. Ejemplo: pretender que un profesor, que tiene una media de 150 alumnos, ponga a cada uno de ellos tres notas en cada evaluación: una a los conocimientos adquiridos, otra a los procedimientos de su aprendizaje y otra a la actitud ante la asignatura, es sencillamente pedir un imposible. Ha degenerado muchas veces en rutina, carente de contenido.

Es hora de reconocer que el discurso teórico de la reforma LOGSE quedó encriptado en el seno de sus valedores, sociólogos, psicólogos y pedagogos en su mayor parte, pero no docentes de a pie, a los que sólo se reservó la fontanería, o como mucho las didácticas. De modo que, al perderse o gastarse aquel fundamento, quedó simplemente el vacío. Lo cual permitió a la reacción, al PP, rellenarlo con añoranzas de escuela doctrinaria y falsos señuelos de "orden" y "disciplina". Y menos mal que hemos conjurado ese peligro. Es cierto que a la LOCE le ha sobrado oportunismo, pero no es menos cierto que a la LOGSE le faltó realismo. Salvo operaciones cosméticas, una no tuvo en cuenta al profesorado. La otra, tampoco.

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En resumen, se impone una nueva lectura de Piaget, de Vygotsky, y de algunos más, y bueno sería que esta vez se invitara a participar, realmente -como ha prometido Rodríguez Zapatero-, a la fiel infantería de la educación y, muy importante, a los usuarios del sistema. Lo peor de todo sería improvisar nuevos reajustes, finos o gruesos, sin una teoría para el cambio que se precisa. Pues de nuevo están en juego los grandes objetivos, irrenunciables, de una educación para la libertad y para la igualdad.

Antonio Rodríguez Almodóvar es Escritor y catedrático de Instituto desde 1975, hoy jubilado voluntariamente. Fue Director General de Renovación Pedagógica en 1985.

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