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Reportaje:

El legado de Carles

El conservadurismo y la obediencia estricta al Vaticano han marcado los 14 años de Carles como arzobispo de Barcelona

La diócesis de Barcelona, la de mayor número de fieles después de la de Milán, pasa página hoy a un legado de 14 años marcados por la abismal división entre un cardenal inmovilista y neoconservador, y una comunidad católica en constante regresión que no ha encontrado en Ricard Maria Carles el referente que significó su antecesor, Narcís Jubany.

Carles (Valencia, 1926) aterrizó en Barcelona procedente de una diócesis, la de Tortosa, hecha a su medida. Un pequeño territorio con escasa conflictividad política y social pese a los revueltos años de la transición democrática. El entonces obispo encontró buen acomodo en una sociedad aún dominada por los caciques locales, a quienes complació apartando de las parroquias a los curas más progresistas.

En 1995 un mafioso italiano le relacionó con una red de blanqueo de dinero
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Y en esas llegó a Barcelona en 1990 acatando, pese a su escasa motivación, la voluntad del Papa. "Vine aquí por obediencia al Santo Padre y me iré por obediencia a él", afirmó en una ocasión. Pero Barcelona no era Tortosa. La estela dejada por Jubany, sin ser revolucionaria, había aireado el apolillado ambiente del franquismo y de su antecesor en el cargo, el ultraconservador Marcelo González Martín.

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Pero si Jubany abrió las ventanas, Carles las volvió a cerrar. "Él se encontró con una diócesis muy destrozada y descristianizada, con un clero más preocupado por la política que por labores pastorales", afirma el periodista Daniel Arasa, presidente del Grupo de Entidades Catalanas de la Familia y partidario de la gestión de Carles. Arasa, que conoció al ahora cardenal en Tortosa, admite que "Carles no es una persona hábil maniobrando".

Nada más tomar posesión, la diócesis conoció sus maneras. El único obispo auxiliar que quedaba de la época de Jubany, Lluís Martínez Sistach, fue enviado a Tortosa para sustituirle. En los primeros años al frente de la diócesis, Carles supo formar un equipo plural que agrupaba a las diferentes sensibilidades de la Iglesia catalana. Nombró a un ex militante de Unió Democràtica, Joan Carrera, obispo auxiliar. Eran años de auge nacionalista y convenía estar a bien con la Administración de Jordi Pujol. Junto a Carrera, el resto de los obispos auxiliares: Jaume Traserra, Pere Tena, Joan Enric Vives y Carles Soler Perdigó. Colaboradores de antaño de quienes, poco a poco, se fue apartando. Y en cuanto pudo, influyó para destinarles a otras diócesis: Vives a La Seu d'Urgell, Soler Perdigó a Girona y Traserra a Solsona.

Los encontronazos entre Carles y sus auxiliares fueron constantes. En 1993 inclinaron la votación para la presidencia de la Conferencia Episcopal a favor del arzobispo de Zaragoza, Elías Yanes, cargo al que también aspiraba Carles. Seis años después, el cardenal tuvo que conformarse con la vicepresidencia, bajo la dirección de Antonio María Rouco Varela.

Pero el verdadero conflicto estalló con el amargo y polémico episodio de Torre Annunziata, cuando un mafioso italiano relacionó a Carles con una presunta red de blanqueo de dinero. Unas acusaciones que nunca se probaron.

Carrera, mucho antes incluso que el propio Vaticano, fue el único de los auxiliares que defendió a capa y espada la inocencia del cardenal en este caso. Pero ni eso le salvó de la quema. Dimitió como moderador de la curia en solidaridad con el cese del jesuita Enric Puig, el contable de la diócesis desde su cargo de canciller y secretario general. La gestión de Puig chocó con el entorno del cardenal y diversas fuentes recuerdan que se negó a aumentar el sueldo al chófer y la secretaria de Carles.

Sin Carrera ni Puig, el cardenal tuvo las manos libres para dar un golpe de timón en Radio Estel en la primavera de 2000, una emisora mimada por el Gobierno de Jordi Pujol para contrarrestar los embates antinacionalistas de la COPE. Carles suprimió de un plumazo a los tertulianos más políticos y les sustituyó por comentaristas más conservadores, y situó al frente de la emisora al sacerdote Octavi Sánchez y a la religiosa Gemma Morató. Sánchez y Morató ya habían demostrado su incondicional fidelidad a Carles en la dirección del semanario Catalunya Cristiana. El giro derechista ya no tenía marcha atrás.

Torre Annunziata supuso un antes y un después en la vida de Carles. Le marcó para siempre. "Se creyó víctima de una conjura, de una constante persecución, y empezó a dividir la diócesis entre buenos y malos, incluso hasta extremos enfermizos", comenta un ex colaborador suyo. "Las listas negras funcionaron como nunca. Había más gente en esas listas que en las otras. Al final, el cardenal se quedó solo y aislado", señala un destacado sacerdote de la diócesis. Carles quiso paliar su soledad en el palacio de la calle del Bisbe con el nombramiento, a finales de 2001, del conquense José Ángel Sáiz Meneses como obispo auxiliar de Barcelona. Pero la conocida trayectoria conservadora de éste no hizo más que enrarecer el ambiente y aumentar su distanciamiento de las comunidades de base. Carles se enrocó en el cargo, haciendo oídos sordos al tan coreado lema de la transición Volem bisbes catalans.

El golpe de Estado en Ràdio Estel y el nombramiento de Sáiz Meneses evidenciaron, para la mayoría de la comunidad eclesiástica, la falta de talante aperturista y dialogante del cardenal, enclaustrado entre las cuatro paredes del palacio episcopal. Diferentes declaraciones en contra de las parejas de hecho, del uso del preservativo y de que la Iglesia pidiera perdón por los abusos cometidos durante el franquismo -discrepando de Joan Carrera- indignaron a unos fieles ya muy descontentos.

El clamor contra Carles estalló en forma de miles de firmas en contra de "la falta de transparencia" de la gestión del arzobispado. Hasta 6.000 firmas llegó a recibir, en poco más de seis meses, en el año 2002. A la protesta se añadieron 30 de los 40 arciprestes de la diócesis.

"El cardenal ha olvidado que la Iglesia forma parte de la sociedad y la ve como algo muy lejos de la gente. Esto provoca que muchos de los que trabajamos dentro nos sintamos un poco como marcianos", añade el mismo sacerdote. Por el contrario, Arasa puntualiza: "Estos llamados cristianos de bases que dicen representar a mucha gente, la verdad es que tienen poca representatividad. Y hay muchos sacerdotes que todo el día se dedican a intrigar. El cardenal se ha preocupado mucho por las personas. Por ejemplo, la actividad de Cáritas con los pobres se ha duplicado".

A Carles su carácter no le ha ayudado en absoluto a superar estas críticas situaciones. "Es una persona muy cerrada en sí misma. Solitario, profundamente inseguro y tímido. Necesita que le reconforten y no acepta que le contradigan. En definitiva, en soledad es cuando mejor se encuentra", afirma un periodista y antiguo colaborador del cardenal.

La lista de reproches supera el ámbito ideológico. "La mayor parte de los curas no han visto a su arzobispo en los 14 años que ha durado su mandato", afirma uno de los teólogos que también lamentan que la de Barcelona siga siendo una de las pocas diócesis que no disponen de una casa sacerdotal para acoger a los curas sin domicilio o a los transeúntes. Por su parte, el teólogo Juan José Tamayo añade: "Su mandato se ha caracterizado por la fidelidad incondicional al Vaticano, sin ninguna concesión a la conciencia nacionalista. Al final se ha sometido a la actitud montaraz de Rouco, lo que demuestra que el Opus Dei sigue cabalgando a la conquista de España".

La jubilación le ha llegado a Carles casi tres años después de la edad reglamentaria y con un nuevo quebradero de cabeza. La partición de la diócesis en tres (Barcelona, Sant Feliu y Terrassa), que el cardenal planteó al Vaticano en 1993, se ha vuelto en su contra por el rechazo provocado entre sacerdotes y laicos. Y ha tenido que aceptar a Martínez Sistach como su sucesor. Quizá ahora, retirado de sus obligaciones diocesanas, podrá volver a disfrutar de su apreciada soledad y sus paseos por Sant Josep de la Muntanya en Tortosa.

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