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Columna
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Los feministas

Sólo es posible imaginar algo peor que un hombre feminista: la mujer barbuda. El hombre feminista -a menudo torpe o fracasado en la relación con la mujer- trata de congraciarse con las mujeres por el peor camino posible como es el de intentar copiarla. De esta manera, el hombre feminista resulta ser una réplica barata en la batalla de la mujer y, en consecuencia, termina convirtiéndose en su escudero. De ahí no pasa. Deberá esperar que ella se defina otra vez para volver a definirse y encontrará, al cabo, su definición en ser aceptado como un elemento sin cabeza. Los hombres feministas se amoldan y las mujeres, con razón, recelan de ellos. Porque aunque no les venga mal de vez en cuando su apoyo, sólo les sirven como medios y nunca como sujetos enteros. De esa manera es fácil que se valgan de ellos en cuanto instrumentos, abusen de su obsequiosa disposición y terminen repudiándolos a causa de su blandura.

En resumidas cuentas, este hombre feminista podría ser mejor que la mujer barbuda puesto que, debido a su falsificación, le sería posible arrancarse el postizo en cualquier momento, pero es peor que la mujer barbuda en atención a su falsificación odiosa. Creen que seducirán a las mujeres mediante este cariño ideológico y que aparecerán ante ellas como "nuevos hombres" que abrazan el alma femenina. Pero no entienden nada. Toda esperanza en esta dirección quedará frustrada y sus tropiezos con las modelos (o patronas) serán todavía más ingratos. En muchos aspectos, la directiva mundial que invita a acentuar la feminidad de los varones para ponerse al día y ganar amigas es entendida por los hombres feministas al revés. Porque no se trata de ser más deseable a las mujeres militando a su sombra en el campo de batalla, sino en hacerse más deseable, en general, abriendo la luz y diversidad del campo. De esa manera habrá sitio para todos y no ofuscación de cuerpos e ideas. Es decir: confusión de la justicia con el agasajo o de la equidad con la etiqueta. Los reveses sirven para aprender y, especialmente, cuando el ridículo que se hace en el envite brinda gratuitamente el antídoto natural contra la tentación de prorrogar la tontería.

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