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LA COLUMNA
Columna
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Historia del bien

José María Ridao

LOS HOMENAJES consagrados a Ronald Reagan desde la fecha de su muerte se han convertido en algo diferente de una simple despedida: han proporcionado la ocasión para escribir, o mejor reescribir, la reciente historia de las relaciones internacionales. La idea de que fue él quien propició la caída del muro de Berlín y el posterior hundimiento de la Unión Soviética se ha presentado en estos días como simple descripción de la realidad, como mera enunciación de un dato. De esta manera, se ha colocado a quienes fueron críticos con su gestión en la irresoluble tesitura de aceptar la hagiografía con la que se le ha rendido el último tributo, o bien aparecer como quien se resiste a aceptar las evidencias más palmarias del pasado.

La importancia de cuanto hoy se dice acerca de Ronald Reagan no radica en el hecho de que constata lo que todo el mundo sabe, esto es, que se encontraba al frente de Estados Unidos cuando la Unión Soviética se vino abajo; radica en que, precisamente al constatar lo que todo el mundo sabe, al enfatizar con inusitada energía un dato sobre el que no cabe controversia, se está buscando una implícita convalidación para los principios en los que apoyó su política. Puesto que Reagan se alzó con la victoria, parece ser el mensaje, a Reagan le asistía la razón, y, por tanto, el mundo que le sucedió no debería hacer otra cosa que concedérsela.

Desde luego, la configuración de la realidad internacional resultaría incomprensible si no se tomasen en consideración los efectos provocados por la derrota de la Unión Soviética, uno de los más colosales y dramáticos experimentos de ingeniería social jamás conocidos. Pero resultaría igualmente incomprensible si no se advirtiese que las políticas de Reagan tuvieron consecuencias sobre la realidad internacional posterior a la guerra fría, y que esas consecuencias deben ser enjuiciadas en sí mismas y no en permanente referencia a la victoria cosechada por su principal inspirador en un conflicto ya zanjado.

Reagan se propuso basar su acción de Gobierno en la "claridad moral", una idea recuperada por los neoconservadores del actual entorno de Bush en su proyecto para el nuevo siglo americano. Cuando, en virtud de esta idea, la Unión Soviética fue calificada desde Washington como "Imperio del Mal", parecía que el principal problema que suscitaba esta interpretación maniquea de la realidad, esta visión de cowboy como se dijo entonces, era que estrechaba el margen de maniobra de Mijaíl Gorbachov, cuyos propósitos y métodos de gobierno poco tenían que ver con los de Stalin. Hoy disponemos de la perspectiva necesaria como para advertir que los riesgos internacionales que acabaría suscitando la "claridad moral" nada tenían que ver con la consideración de la Unión Soviética como "Imperio del Mal", sino con la de "Imperio del Bien" para Estados Unidos.

Convencido de que podía y debía emplear el inmenso poder de su país para alcanzar los mejores fines, Reagan no fue capaz de resistirse a la tentación de emplear todos los medios, incluso los más execrables y perversos. De este modo, su política hacia América Latina reactivó en nombre de la paz viejas guerras civiles, apoyando por razones de oportunidad a contendientes con un pasado no siempre honroso y cuyo comportamiento no hacía ascos a la brutalidad contra poblaciones civiles. En Oriente Próximo, su decidido apoyo a Sadam Husein no impidió que se estableciese bajo su mandato un comercio clandestino de armas con Irán a través de Israel, destinando los beneficios de esta operación triangular a la financiación de la Contra nicaragüense. En Afganistán, por su parte, dio cobertura a los grupos islamistas que se oponían a la ocupación soviética, entre los que se encontraba la organización liderada por Osama Bin Laden, en aquel entonces distinguido aún con el título de freedom-fighter.

Con Ronald Reagan y su idea de la "claridad moral", la potencia mundial que, como se dijo con toda justicia en 1945, luchó por la libertad de todos, empezó a convertirse en lo que Bush y los neoconservadores han pretendido hacer de ella: la potencia mundial que encarna la libertad de todos. La espiral que ha empezado a desencadenar este reemprendido viaje hacia las esencias está profundizando algunos de los riesgos apuntados bajo el mandato de Reagan, y que hoy constituyen la principal amenaza para la paz. Desde esta perspectiva, conviene sin duda recordar quién gobernaba Estados Unidos cuando la Unión Soviética se vino abajo. Pero no a costa de olvidar otro dato: al actuar en nombre del Bien, Ronald Reagan cebaba los siguientes capítulos de la historia.

Entierro de Ronald Reagan.
Entierro de Ronald Reagan.

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