Numeroso público en un festival con las entradas prácticamente agotadas
El Sónar arrancó ayer a mediodía por todo lo alto, con riadas de gente ansiosa por comenzar a disfrutar del festival, temperaturas altísimas y un ambiente francamente estupendo. Todas las entradas están vendidas, excepto para esta noche.
En el SónarVillage se produjeron las tradicionales escenas de grupos desparramados sobre el césped artificial (y que sin embargo, sorprendentemente, huele a pura hierba) tratando unos de cobijarse bajo la sombra de un árbol, y enfrascados los otros en darse bronceador. Esto último lo hacía con especial fruición una moza imponente ante cuya actividad un espectador no pudo menos de exclamarse: "¡Eso sí son un par de micronaciones!".
Sobre el escenario actuaban a las 16.00 Micro Audio Waves, que sorprendieron con el uso de ¡una guitarra! -y eso no es nada, porque en el Escenario Hall pudo verse hasta un chelo-. La presencia entre el publico de unos jóvenes vendedores ambulantes con depósitos portátiles de cerveza y dispensadores de vasos automáticos, a lo modernos Gunga Din, puso una nota psicodélica. En el SónarLab actuaba Rylander enviando hacia el público bufidos de aspiradora. Mientras, en el SónarDôme, Fibla lanzaba sonidos de Asdic. Pudo apreciarse en este escenario, el más cercano a la zona de protesta vecinal contra el ruido (pancartas en los balcones de "Sónar, aquí no"), un volumen más bajo de lo habitual. En cambio, el festival ha colocado en las inmediaciones una batería de lavabos químicos tras un cañizo, quién sabe si con intenciones belicosas.
El tunning (personalización), que es la imagen del festival, esta edición parece extenderse especialmente a la indumentaria, y así no hay dos personas que vistan igual, lo que dificulta hacer observaciones útiles sobre las tendencias de la moda. Ello es aún más complicado a la vista de que mucha gente va descalza, con el torso al aire o con bañador. Hacen bien, porque en el subterráneo Escenario Hall seguía un concierto un sujeto tan húmedo que parecía un guerrero de terracota.
Entre el público se está haciendo circular una encuesta sobre el impacto económico en Cataluña del festival. El apartado de cuánto piensa gastar uno en consumiciones va desde el cierto realismo -visto como está el personal- "nada" al espléndido "60 euros". Mirando por encima del hombro fue posible constatar que el motivo aducido por la mayoría para acudir al Sónar es el ocio, seguido muy de lejos por las "motivaciones culturales" y "otros".
Este año parece haber más grupos de adolescentes y los extranjeros son tantos que seguramente constituyan la mitad del público. Entre que a veces resulta difícil oír algo y que la gente habla las lenguas más extrañas, reina en el ambiente una confusión babélica. Eso no es óbice para que florezca la comunicación. "¡Eh sakamoto san, banzai!", le espetó, todo afán de diálogo, un tipo con la camiseta de la selección española a un cámara de la televisión japonesa.
La coincidencia en el CCCB del Sónar y la exposición En guerra, que ofrece la entrada gratis, propició momentos impagables. Un joven descamisado se resistía a dejar la cerveza para entrar. "¿Esto qué es?", preguntaba otro. Una exposición sobre la guerra. "Ya, pero lo que necesitamos es un baño". Dentro pudo verse a jóvenes de aire techno inmersos en una proyección de documentales del desembarco de Normandía -lo que acaso les servirá de entrenamiento para la noche-. En el centro de una sala, en una vitrina, muchos creyeron reconocer a un viejo amigo: el perro disecado que hizo las veces de emblema en la edición del Sónar de 1999, llegando a compartir recinto con Orbital. Pero no era él, sino un perro bomba soviético adiestrado para explosionar bajo los tanques nazis. Es cierto que ambos canes tienen en común la expresión de profunda perplejidad.
Babelia
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