El Sónar inicia su 11ª edición con un guiño al mundo sinfónico
Sakamoto, Pan Sonic y Fennesz actuaron con la OBC, dirigida por Martínez Izquierdo
Bravo Sónar. Si en ediciones pasadas este festival de músicas avanzadas ha ido abriéndose progresivamente a espacios artísticos y ciudadanos que no figuraban en sus programas iniciales, como las artes plásticas o el mismo centro de la ciudad, ahora realiza un nuevo giro de tuerca instalándose en el Auditorio y colaborando con la venerable Orquestra Simfónica de Barcelona i Nacional de Catalunya, fundada por Eduard Toldrà.
El momento para esta osadía no podía ser más propicio. El titular de la formación sinfónica barcelonesa es Ernest Martínez Izquierdo, un director que ha dejado honda huella en el campo de la música contemporánea con su grupo Barcelona 216 y al que nada asustan este tipo de experimentros, como ha demostrado repetidas veces, por ejemplo poniendo banda sonora en directo a la película Metrópolis de Fritz Lang.
Desde sus inicios, el Sónar tiene una particular habilidad para generar complicidades en distintos ámbitos. Hace unos años, por ejemplo, fue acogido para celebrar parte de sus actividades en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona y ya se ha convertido en inquilino fijo. La principal virtud del festival es generar corriente de aire allí por donde pasa.
Ayer, por primera vez, le tocó el turno al Auditorio de Barcelona. Un público ciertamente poco convencional casi llenó el aforo (unas 2.200 localidades). Había mucho público oriental e indumentarias en distinto grados de modernidad. La expectación era alta. En escena, no menos de un centenar de músicos, dos pianos, dos arpas, percusión in extenso y, en primer plano, descomunales sintetizadores. Decía el programa que una experiencia así no se había realizado nunca antes. Mejor ser prudentes ante la sed de récords que tan a menudo afecta a Barcelona, pero hay que convenir, cuando menos, que no es una experiencia frecuente. Y sólo por eso, por abatir muros que a estas alturas no tienen ningún sentido, por buscar combinaciones nuevas de lenguajes alejados el experimento ya vale la pena.
Otra cosa es entrar a considerar ese experimento sobre el plano artístico. Se trata todavía de un intento muy tímido, la música sinfónica y la electrónica se respetan todavía demasiado para llegar a una fusión de la que brote un lenguaje auténticamente nuevo.
Abrió el programa la Adoración de Velas y Ala, primer movimiento de la Suite escita de Sergei Prokofiev. Sobre ella, los finlandeses Pan Sonic apeñas añadieron unos cuantos efectos sonoros sobre amables imágenes de la naturaleza del artista plástico Videogeist.
Siguió a Prokofiev, el Dvorak de la Sinfonía del Nuevo Mundo (segundo movimiento, largo), manipulada electrónicamente por Ryuichi Sakamoto. La verdad es que ponerle fondo de cantos de muezines a la amplia vena melódica del músico bohemio se halla en un punto indefinido entre la ingenuidad y el delito. El compositor japonés se las vio a continuación con el primer Concierto de Bardemburgo de Bach. Más allá de las distorsiones, poco más le supimos ver, francamente.
En ésas estábamos cuando llegó lo mejor de la noche. Una transgresión clara, una atrevida inversión de papeles: en Vaihtotovirta, de Pan Sonic con imágenes de Videogeist, es la orquesta al completo la que acompaña a la voz electrónica. Y lo hace a su modo, con glissandos y largos pedales que generan una interesante sensación de extrañamiento.
Cerraron la velada una pieza muy cinematográfica, Javelin, de Michael Torke, que juega sus mejores bazas sobre el componente rítmico, y Lollapalooz , de John Adams. Ambas con efectos de Christian Fennesz e imágenes de Jon Wozencroft que reproducen las vías tras la cola del tren, si no del todo nuevas, sí siempre efectivas.
No, quizás este primer experimento no haya resultado todo lo interesante que prometía ser sobre el papel. Pero se ha abierto un camino en el que vale la pena insistir. Hará falta superar recelos, acaso respetos excesivos, entre la severidad sinfónica y los atrevimientos electrónicos. Pero el mérito es haber puesto estos dos mundos, que altivamente se ignoran, en contacto estrecho. Y ese es un mérito del Sónar, que sigue cabalgando sobre la modernidad.
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