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Columna
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Utopía

Miro en el periódico el retrato de la Plaza de la Encarnación del futuro, cuando esté concluido el proyecto Metropol Parasol, y de repente Sevilla y yo nos volvemos distintos, lejanos, mejores. Yo llevo pantalón corto y acudo al cine de la mano de mi padre, que me coloca encima de un sillón en el centro de una sala llena de cabezas desconocidas. Sevilla es esa urbe galáctica que figura en la pantalla y cuyo urbanismo yo recorro con arrobo, reparando en las naves espaciales que sortean los rascacielos o en los rebaños de androides que comparten las aceras con los seres humanos. Como las ciudades siderales de mi infancia, las que yo frecuentaba en el cine o en los tebeos que desplegaba mientras reducía a bocados la merienda, el Metropol Parasol es una utopía, en el sentido estricto con que leí que Quevedo traducía el término inventado por Tomás Moro: no hay tal lugar.

Esas infografías que presentan el aspecto por venir de las urbanizaciones y los edificios poseen un aura de perfección y de pureza que contrasta mágicamente con la vulgaridad de la realidad presente. En las inmobiliarias la gente no envejece, las carrocerías de los coches están protegidas contra las rayaduras y las nubes no se atreven a rebasar su mera función decorativa. El cuadro del proyecto Metropol, con sus setas feéricas calcinándose a la luz del verano andaluz, me ha hecho recordar otras Arcadias no menos fascinantes de la arquitectura y el diseño. He regresado al folleto que hojea mi hermano, que en estos días busca piso con su mujer sin que le desalienten los muchos ceros de los anuncios; a veces se detiene sobre dibujos de residenciales donde todos los vecinos son jóvenes, los coches están debidamente bruñidos y el cielo conserva ese dulce color de oriental zafiro del que escribe Dante, ese color que es patrimonio exclusivo de la nostalgia y los sueños. O, mejor aún, paseo frente a las obras del metro en Mairena del Aljarafe, donde viven mis padres, y contemplo el cartel que promete cómo será la boca una vez concluido el trabajo: una especie de pérgola de cristal y aluminio se curva sobre una avenida de baldosas pálidas, hombres y mujeres pasean sin prisas ni conflictos, y el mismísimo Marcello Mastroianni (esto es verdad) con su bigote de dandy de Divorcio a la italiana saluda a un viandante que debe de quedar, como el admirador de Las Meninas, en la situación del espectador. Alguna vez leí que el cielo era esto: el encuentro de todos tus deseos, tus ansias y tus memorias enterradas, pero esta vez sin relojes que los desgasten; la residencia en los lugares que amaste, con la gente que prefieres, sin restricciones, sin límites de pasados, presentes o futuros: mi cielo estaba allí, junto a Mastroianni, y Cortázar, y Thelonious Monk, y un tío mío que murió hace años y los nietos que no han nacido todavía, en un más allá de líneas suaves y colores nítidos, en esa Sevilla de metacrilato que reunía en torno de sí nuevos edificios de viviendas donde habitaban seres de dos dimensiones y fantásticas construcciones en forma de champiñón para pitufos posmodernos.

El único inconveniente, que siempre lo hay, lo aportaba aquella áspera línea de Quevedo que me martilleaba en la cabeza: no hay tal lugar.

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