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CIEN AÑOS DEL 'BLOOMSDAY'

Un siglo de modernidad (literaria)

Hay obras que se parecen más a la historia de una literatura de un periodo determinado que, simplemente, a una obra singular, ya sea una novela, ya un ensayo, ya un libro de poemas. He leído en alguna parte y hace mucho tiempo que, allá por los años veinte, alguien de Revista de Occidente mandó un telegrama a otro de sus componentes, anunciándole: "Ya he leído La decadencia de Occidente". Naturalmente, se refería a la hoy totalmente obsoleta, laus Deo, obra de Osvald Spengler, que causó furor y supuso un peligro en su momento. Este excurso en este año que vamos a celebrar cual irlandeses los cien años del 16 de junio en el que transcurre el gran monumento de la modernidad narrativa que es, sin duda, Ulises de James Joyce, o el día de Leopold Bloom, Bloomsday, el semiprotagonista de la novela, no me parece arriesgado creer que todos y cada uno recordamos cuándo y cómo leímos la obra (por no decir cómo le perdimos el miedo). Creo que Esther Tusquets (y no lo he cotejado con ella) la leyó un verano en la suiza alemana, a pequeñas dosis e, imagino, en la versión latinoamericana que no corría (era difícil encontrarla, como era difícil encontrar obras punteras) por España. En mi caso, Ulises está indefectiblemente unida a la figura de quien es su traductor español. Naturalmente, me refiero a José María Valverde y sitúo perfectamente el año: 1965. Fácil situación si recordamos que fue el año en que expulsaron de la universidad española a Tierno Galván, García Calvo y, en especial, para Valverde, a Aranguren. Por solidaridad con Aranguren, su maestro, Valverde dimitió y sus alumnos (yo era oyente) de estética nos quedamos sin profesor de un curso que se titulaba La estética de Antonio Machado. ¿Qué relación puede tener Machado con Joyce? Muy fácil: como Valverde era un buen profesor no se limitaba al tema del enunciado y así, de repente, podíamos invertir una clase en una discusión acalorada sobre Ortega y Gasset o sobre cuál era el libro que más nos gustaba. Entre los diez alumnos oficiales y oyentes que asistíamos al susodicho seminario, ya no recuerdo por dónde iban los tiros. Sí recuerdo, en cambio, que a todos y cada uno de nosotros, al avanzar la obra de nuestra predilección, Valverde invariablemente nos preguntó cuántas veces la habíamos leído. También, invariablemente, contestamos que una sola vez. Valverde nos descalificó individualmente: sólo se puede opinar con propiedad a partir de dos o más lecturas, consejo o mandato que aún hoy me aplico. Entre aquel reducido alumnado, nadie había leído Ulises, pero apareció la obra. El profesor, siguió siendo rotundo: para llegar a ciertas últimas consecuencias, había que conocer muy bien, naturalmente, la lengua inglesa (yo la desconocía, si exceptuaba algunos vocablos de las canciones de los Beatles), algo de gaélico irlandés, latín, griego y ya no recuerdo qué más. Por otra parte, era necesario tener una gran familiaridad con la Odisea homérica y con la historia de la literatura (Borges dixit) que es la Biblia. Esta historia de la literatura que los ibéricos por católicos siempre tardamos en familiarizarnos, por cierto. Llegados aquí, se podría creer que las enseñanzas valverdianas eran un seguro de vida para no leer Ulises. Pues, no. Como en un resquicio se le había escapado al profesor que, para los pobres ignorantes de la lengua inglesa, siempre teníamos la posibilidad de refugiarnos en la versión francesa, supervisada por el propio Joyce, cual Esther Tusquets pero en la Cataluña catalana, en vez de la suiza alemana, aquel verano emprendí la lectura capítulo a capítulo de la versión castellana publicada por Rueda y la francesa de Gallimard. A partir de los años setenta, ya emprendí su lectura en el original a medida que iba metafóricamente aprobando la asignatura inglesa que, para mí, ha sido totalmente autodidacta. Su lectura, la del Ulises joyciano, aún hoy, me parece uno de los esfuerzos más gratificantes, en el terreno literario, de mi vida. También, la obra del gran escultor que es el tiempo, me deparó ver cómo el profesor se doblaba de traductor y aparecía, precisamente, una versión española a cargo de Valverde (1976), versión muy criticada porque si algo hacemos en este país es criticar, en la editorial Lumen, entonces, de Esther Tusquets. El cartero, incluso el literario, siempre llama dos veces y por fortuna el propio Valverde pudo revisar su versión a la luz del texto corregido por Hans Walter Gabler (1986). Al mismo tiempo, aparecía una espléndida versión catalana de Joaquim Mallafré (1980), quien, creo, también ha revisado su versión en sucesivas ediciones. Cuando, por fin, aterricé de nuevo en Ulises, después de Dublineses (atención: Guillermo Cabrera Infante), Retrato del artista (atención: Dámaso Alonso), etcétera, y sin olvidar Exiliados ni los poemas -¿podría Joyce haber escrito su prosa sin ser un poeta que pesa palabra a palabra?-, las cartas ni los ensayos joycianos (incidentalmente: Joyce no ha tenido suerte con sus biógrafos, ni siquiera con Richard Ellmann, o éste es mi punto de vista). Hoy por hoy, me confieso aún en el camino de perfección, que diría un jesuita, del Finnegan's Wake. Pero, en realidad, estamos en junio, y alguien, como Gabriel Ferrater, puede decidir casarse en el Gibraltar aún no español el día 16. Lo ideal, naturalmente, sería aterrizar en Dublín, una ciudad de la que Joyce estaba harto y más harto y la consideraba una ciudad que personificaba el fracaso, el rencor y de la que uno (él) debía huir, como fue el caso. En Dublín -ciudad que adoro, por cierto-, un recorrido posible -tengamos en cuenta que el día dura más de seiscientas páginas, lo que da para muchos recorridos-, después de un desayuno visceral, preferentemente riñones de cordero a la parrilla, que dan al paladar "un sutil sabor de orina levemente olorosa" (capítulo 4), a partir del obelisco Nelson hay que atravesar el río Liffey por el puente O'Connell, pasar junto a una de las universidades medievales del área anglosajona (las otras son Cambridge, Oxford, en Inglaterra, y St. Andrews, en Escocia), es decir, Trinity College, seguir por The Castle, que hoy alberga el Gran Libro de Irlanda, con un papel extraído de uno de los árboles de la casa en Sligo de W. B. Yeats, para llegar al mediodía, tomar una copa de borgoña en el pub Davy Byrne de Duke Street. Por la tarde, una pinta de cerveza en el hotel Ormond, donde las camareras tentaron a Leopold Bloom en el capítulo de las sirenas, así como un paso por el Museo Nacional, donde, si no recuerdo mal, hay abundante obra del padre y hermano, Jack, de Yeats, y la Biblioteca Nacional, donde Stephen Dedalus departe con Shakespeare y, en especial, con Hamlet, lo que dio, en su momento, una gran vía de inspiración teórica a otro Bloom, Harold Bloom, para su Canon Occidental. En su defecto, siempre cabe la posibilidad de descolgarse por Zúrich -otra ciudad que adoro- y desayunar las vísceras bloomianas en el James Joyce Pub de Pelikanstrasse (trasladado madera a madera desde Dublín). Para rematarlo, no estaría mal a media tarde -siempre en Zúrich- pasarse por el cementerio de Fluntern, donde un Joyce algo burlón, pétreo, sentado y con un cigarrillo en la mano, siempre tengo la impresión que dialoga con su vecino: Elias Canetti. Pero, en el mejor de los casos, y sin los engorros de esperas interminables en los aeropuertos o congestiones letales en las autopistas, siempre podemos quedarnos en el Moratalaz madrileño o en la Barceloneta de Barcelona, con un ejemplar de Ulises, y agradecer a Joyce la radical libertad expresiva que nos legó con su obra. Así que han pasado cien años de aquel 16 de junio de 1904.

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El destino en español del 'Ulises'
James Joyce y Silvia Beach, revisando las reseñas sobre 'Ulises'.
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