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Columna
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La ignorancia de la clientela

Si un extranjero viajara hoy por nuestras ciudades quedaría maravillado ante los numerosos signos de cultura edificada surgidos desde la Transición. Hoy, hasta la última comunidad dispone de un museo pimpante firmado por un arquitecto de renombre, un auditorio de notable presupuesto, uno o varios centros culturales con biblioteca, hemeroteca y sala de conferencias, un remozamiento de su viejo teatro y vistosas esculturas de artistas modernos en las plazas. La trampa de esta idílica visión consiste en que si se han construido innumerables contenedores apenas se han dotado de contenido. Ocurre como con la célebre Feria del Libro de Madrid, que si un forastero infiriera de la vistosa aglomeración popular un alto índice de lectura se caería con todo el equipo.

Desde los primeros años socialistas, las administraciones central y autonómicas han provisto al país de un equipaje cultural deslumbrador pero casi sólo da resultados efectivos para las fotos. Si se trata de verificar el ascenso en la verdadera instrucción, manifestable en consumos literarios de calidad, por ejemplo, la consecuencia es decepcionante. Y más devastadora cuando el número de graduados universitarios desborda la tasa europea y el chorro de diplomados no cesa. ¿Conclusión? No parece necesario romperse la cabeza para convenir que es la deficiencia en los programas y en la enseñanza lo que lleva a que los titulados se incorporen masivamente a la más simplona cultura de masas. La democratización, en fin, de la enseñanza, no ha servido para crear buen gusto sino para que, en muchos casos, se maquille el vacío y crezca en su territorio la cultura basura.

¿Habría que intervenir? ¿Crear un consejo audiovisual para vigilar los contenidos? ¿Regresar a la política cultural de los tiempos de Malraux? ¿Estrenar más obras clásicas en los teatros clásicos? ¿Primar las extravagancias de autores marginales? Medidas así, como demuestra el teatro de la arquitectura, no conducen sino a otra farsa porque el problema no radica tanto en la falta de ofertas sino en la baja calidad de la demanda. El problema crucial es la demanda.

Si luchar contra el mercado se ha revelado inútil ¿por qué no apoyarse en él? Los ciudadanos del mundo convertidos ahora en clientes van recuperando dignidad con el boicoteo de aquellos artículos manchados de abusos laborales o infiltrados de colorantes. Los mejores clientes van formando una vanguardia política de consumidores al estilo de los obreros provistos de activa conciencia de clase. Formar consumidores potentes, bien instruidos y armados de buen gusto, sería una estrategia más directa para provocar ofertas de mayor nivel, sin contar además con las que proporcionarían los medios públicos. Complementariamente, mientras maestros y profesores sigan cargando con sueldos míseros, apresuradamente cualificados y pobremente dotados, los pupilos saldrán como ciegos. Sin criterios ni suficiente lucidez. ¿Cómo no presumir, por tanto, que confundidos, acabarán tragando productos basura?

La cultura culta no ha desaparecido con el progreso materialista. Más bien, por esta clase de progreso, pertenece cada vez más a unas elites. Cuando mayor extensión ha alcanzado la democracia educativa de segunda fila, más se ha reservado lo bueno para los concentrados círculos de poder. No todos los centros de educación españoles son mediocres. Los hay excelentes pero, significativamente, sirven a la clase hereditariamente cultivada y rica que reproduce, de este modo, los privilegios históricos para degustar la pintura o la música de valor. Colegios competentes que el Estado democrático debería multiplicar y ofrecer a todos los ciudadanos/clientes como una entrega clave para mejorar el juicio y la felicidad.

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