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Columna
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Reconocimientos

Decía el día pasado el lehendakari Ibarretxe en un mitin que "el siglo XXI es el de la libre adhesión entre naciones". Uno más bien sospecha que es el de la necesaria adhesión entre naciones, y la diferencia en la elección de los adjetivos marca la también existente en las intenciones y los pronósticos. Por supuesto, el lehendakari Ibarretxe piensa que esa va a ser la vía para salvar las identidades nacionales, mientras que lo que uno cree es que el siglo va a terminar engulléndolas. Las identidades tribales, las identidades nacionales, y hasta las identidades de clase, puede que ahora mismo no sean ya más que gritos en el vacío y que lo que estemos escuchando de ellas sean sus últimos estertores. Vistas así las cosas, lo que nos ofrece el siglo es una gran soledad. Pero los seres humanos no estamos condenados a ella -Adán fue expulsado en compañía del paraíso- y trataremos de superarla buscando otras formas de asociarnos, comunidades líquidas fundadas sobre espíritus nómadas.

¿No será que cuando hablan de identidad de lo que en realidad hablan es de la identidad del poder?

Que esas viejas identidades están en crisis es un hecho evidente, del que da prueba nuestro actual desconcierto. Algunas se están convirtiendo en puro objeto de mercadotecnia -cuestión de label- y otras se diluyen con las nuevas formas de organización del trabajo. La batalla de las identidades busca ya otros referentes -las civilizaciones, las religiones -, pero a otro nivel puede que lo determinante vaya a ser la personalidad individual. Y aunque traten de aparentar lo contrario, los nacionalistas son conscientes de la agonía a la que se aferran. Frente a la libre separación, que fue su norte durante los dos siglos nacionalistas que estamos en vías de superar, lo que plantean ahora es la libre adhesión como forma de supervivencia. Si hablan de separación es siempre para unirse a otra cosa, y tratan de hacer de la necesidad virtud sin querer renunciar a sus viejas debilidades, es decir, abrazando el futuro anclados en planteamientos del pasado. ¿Para qué separarse de algo a lo que vas a estar siguiendo unido? Ellos dirán que lo hacen para preservar mejor su identidad, pero a estos efectos su pretensión puede ser la menos acertada. ¿No será que cuando hablan de identidad de lo que en realidad hablan es de la identidad del poder, cuyo reconocimiento es el que se superpone al más lírico de la nación o del pueblo?

Bernat Joan i Marí, cabeza de lista de la candidatura Por la Europa de los Pueblos, decía en una reciente entrevista que su objetivo es el reconocimiento de los países catalanes en Europa, a lo que su entrevistador le objetaba que era lo mismo que pretendía Mayor Oreja, sólo que con otro sujeto nacional. Y la respuesta de Joan i Marí era gloriosa: "No. Porque nosotros no haríamos una cruzada para que los países catalanes tengan más poder que otros". Eterna inocencia de los nacionalismos, que buscan siempre objetivos etéreos o altruistas cuya consecución conlleva el triste peaje de tener que ocupar el poder. No, ellos no querrán tener más poder que otros... hasta que no lleguen al poder. Una vez en éste, aunque eso les produjera dolores de parto, querrían más poder que nadie, eso sí, en aras del reconocimiento, de la identidad, o de la memoria del australopitecus inagotabilis. Tan elevados designios les otorgarían además derecho para esa irresponsabilidad gratuita que les permite ir de cisco en cisco sin tener que dar cuentas a nadie. Lo vemos en España, donde los nacionalistas no son muy dados a las simetrías, sino que siempre quieren más que los demás, por mucho que su codicia sea fruto del sacrificio que les exige el reconocimiento.

Cabe preguntarse si la integración de Euskadi en Europa como un Estado a la par de Italia o de Estonia le sería más favorable a sus intereses que su integración actual. Es indudable que favorecería a una elite de poder interna, pero es lícito preguntarse si favorecería también a la mayoría de la población, e incluso a su agonismo identitario. No sería más que un estadito con escasa fuerza, siempre necesitado de alianzas inestables -¿con España?- que lo colocarían en una situación vicaria y que a duras penas le garantizaría sus pretensiones. ¿No es más ventajosa su situación actual, en la que sus intereses son defendidos a través de un Estado con mayor capacidad de maniobra y en cuyo seno identidad y reconocimiento pueden estar garantizados, si es que pueden estarlo en algún sitio? Pues eso.

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