Acerca de las relaciones Iglesia-Estado
Mi colega y buen amigo el profesor Peces-Barba expuso en estas páginas algunas ideas sobre las relaciones entre el Estado y las iglesias sobre la base de afirmaciones de tres escritores decimonónicos: Lamennais, Victor Hugo y Gambetta (EL PAÍS, 20-4-2004). Probablemente, algunas observaciones hechas con el máximo respeto ayuden a los lectores de EL PAÍS a completar su visión del problema.
Sorprende en el artículo su nostalgia por las soluciones del XIX en los umbrales del siglo XXI, eludiendo hitos tan significativos como, por ejemplo, la Declaración de Derechos de la ONU, el Convenio de Derechos Humanos o el tratamiento del fenómeno religioso en el proyecto de Constitución europea, a punto de aprobarse bajo la presidencia irlandesa y, al parecer, con el apoyo del presidente Rodríguez Zapatero. La tendencia del rector de la Carlos III parece ser encerrar la religión en el gueto de la privatización, algo así como volver a meter a Jonás en el oscuro vientre de la ballena, lo que contrasta con la importancia que a la religión concede la nueva Constitución europea al referirse a ella nada menos que en cinco ocasiones: en el preámbulo y en los artículos I-51, II-10, II-21 y II-22.
¿Qué sistema de relaciones iglesias-Estado diseña la Constitución europea? Desde mi punto de vista, el primer objetivo es desterrar la intolerancia, acabar con la guerra fría religiosa. Por eso, el proyecto de Constitución huye tanto de los extremismos del clericalismo como del fanatismo del maccarthismo religioso. Los intolerantes de la primera facción -en algún otro lugar lo he dicho- son ayatolás que necesitan lapidar un Salman Rushdie cada día. Los exaltados de la segunda representan el "clero" de las nuevas ideocracias, que convierten en leprosos políticos a los hombres con determinadas convicciones. Los primeros pervierten la verdadera religión; los segundos corrompen la verdadera laicidad.
Por contraste, el proyecto de Tratado de Constitución europea contempla y reconoce con rango constitucional la dimensión colectiva y externa de la libertad religiosa que, entre otros extremos, implica "la libertad de manifestar la religión y las convicciones, individual o colectivamente, en público o en privado, a través del culto, la enseñanza, las prácticas y la observancia de los ritos" (artículo II-10) . Y de tal modo reconoce "la identidad y aportación específica de las iglesias", que la Unión se compromete a mantener "un diálogo abierto, transparente y regular" con ellas (artículo 51.3). Lo cual contrasta con el minimalismo de nuestro autor al contemplar el fenómeno religioso.
Para el profesor Peces-Barba, habría que desterrar de la vida pública española los reflejos públicos de la religión mayoritaria del pueblo español: bodas, bautizos, entierros, funerales, etcétera. El problema aquí es cómo eliminamos del código genético europeo las profundas raíces que conectan la sociología con la religión. La verdad es que nuestras reacciones más profundas dejan entrever reflejos de infraestructuras religiosas que 20 siglos de cristianismo han inscrito en el patrimonio sociocultural de Europa.
El constitucionalista norteamericano y judío ortodoxo J. H. H. Weiler acaba de presentar en la Real Academia de Ciencias Morales un libro interesante (Una Europa cristiana. Ensayo exploratorio). En él se hace esta pregunta: en medio de esta Babel de pueblos diversos, con diversos mares, diferentes lenguas, diversos climas y costumbres diversas, ¿dónde está Europa? Duda que su ser más profundo se localice en un mercado común que permite que los europeos vistamos con trajes hechos en China, utilicemos instrumentos tecnológicos fabricados en Japón o veamos las mismas películas filmadas en Estados Unidos. Más bien se fija en el hecho de que, en todo centro habitado, las tumbas y los cementerios tengan inscripciones en lenguas diversas, pero la inmensa mayoría coronadas con idéntica cruz: la misma de una tumba del año 1004, 1504 o 2004. En todo núcleo mínimamente importante existe siempre una iglesia cristiana: vacía a veces, pero significativa.
Repara en que buena parte de la cultura europea está condicionada por su herencia cristiana y también por la lucha contra dicha herencia. Efectivamente, el influjo cristiano sobre nuestra cultura es simplemente abrumador. Sus pruebas están en torno a nosotros: en la arquitectura, en la música (sobre todo la clásica), en las artes figurativas, en la literatura o en la poesía. La prevalencia histórica del influjo cristiano ha producido, además, un sofisticado efecto dialéctico en cuya virtud parte del arte no cristiano se ha construido en oposición a aquella influencia dominante. Algo similar ha pasado con la cultura política, en el campo de las ideas y de los valores. En síntesis, la sensibilidad moral europea (y la española) está condicionada por la herencia cristiana. Es evidente que no es fácil eliminar el cristianismo -ni sus reflejos sociológicos- de la historia de Europa, como no se pueden eliminar las cruces de los cementerios.
Al prestigioso catedrático de Filosofía del Derecho le resulta inaceptable que la Iglesia-institución tenga gran preocupación por las relaciones Iglesia y Estado, y no por las relaciones Iglesia-personas o Iglesia-sociedad. Esta afirmación tenía su razón de ser en los años cincuenta, pero actualmente las iglesias -incluida la católica- tienden a preocuparse más por las bases que por los vértices de sus relaciones. Con lo cual se produce una curiosa coincidencia de los postulados de la laicidad civil con los de las necesidades de independencia de las iglesias. Permítanme que me explique. Entre lo espiritual y lo temporal hay una región fronteriza incierta. Como se ha observado, "sólo un ingenuo puede desconocer que donde hay frontera es casi imposible que no haya incidentes conflictivos". Ante ellos, la historia anota dos reacciones que no han sido desgraciadamente infrecuentes. Para el Estado, la tentación extrema ha sido desembarazarse totalmente de la religión. Para el poder religioso, sofocar la necesaria e imprescindible autonomía del poder político. A la larga, ambas posturas le han costado caro tanto al Estado como a las iglesias. Todavía hoy se dan retrocesos y ambigüedades, conflictos e incomprensiones sobre el modo de entender el bien común por uno u otro poder. El punto de equilibrio es, para el Estado, la laicidad, y para las iglesias, la independencia.
La laicidad civil lo que intenta, me parece, es centrar las relaciones comunidad religiosa-comunidad civil en el destinatario de ambas, es decir, el hombre, precisamente porque las grandes revoluciones modernas han concentrado el poder más en las bases que en los vértices. A su vez, las comunidades religiosas -por lo menos en Occidente y a partir de finales del XX- han centrado sus esfuerzos en transfundir los valores religiosos en el hombre como ciudadano más que en las sociedades en su conjunto. Suelen entender que solamente a través de sus convicciones individuales, el ciudadano fiel está en condiciones de transferir sus principios a la sociedad en su conjunto. De este modo, el hombre pasa a ser "no solamente la arena de encuentro" de los valores temporales y valores espirituales, sino que pasa a ser el punto focal de la actual perspectiva iglesias-sociedad civil.
Entiende el profesor Peces-Barba inadmisible que el estatuto jurídico de la Iglesia católica en España esté regulado por un tratado internacional. No me parece escandalosa la situación. Hoy vivimos en una época marcada por la "descodificación". Una época en que proliferan expresiones tales como "negociación legislativa", "neocontractualismo normativo", etcétera, indicativos de la eclosión de leyes especiales, pactadas con diversos grupos sociales. En el marco de las relaciones Estado-iglesias, esto ha llevado a una multiplicación de legislaciones pactadas a través de tratados internacionales. No olvidemos que en los años que han transcurrido del Concilio Vaticano a hoy los acuerdos internacionales suscritos por la Santa Sede han superado en mucho el número de todos los suscritos en los decenios precedentes. De modo que hoy más de quince Estados europeos aparecen ligados a la Iglesia católica con acuerdos internacionales, a los que hay que añadir convenios estipulados con otras confesiones religiosas, sobre todo en países de demografía mayoritariamente protestante. Sin contar con el florecimiento de estos instrumentos en Latinoamérica, África y hasta Oriente Medio (Israel y la OLP). Hace unos días, sin ir más lejos, Portugal y la Santa Sede acaban de firmar un nuevo concordato, e igualmente el Land alemán de Brandeburgo acaba de ratificar con la Santa Sede el acuerdo firmado hace unos meses en Potsdam.
Coincido con Peces-Barba en que las iglesias deben reconocer los límites de sus competencias en la vida política y económica. Pero no hasta el extremo de dejar de orientar la conciencia de los fieles, que son los que deben actuar en la plaza pública. Por eso mismo, el proceso político debe quedar abierto a los ciudadanos de todas las convicciones, sin premios ni castigos basados en convicciones religiosas, o en la falta de ellas.
Rafael Navarro-Valls es catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado en la Universidad Complutense.
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