Un cambio radical de rumbo
La política de Estados Unidos en Irak necesita una revaluación estratégica fundamental. La política actual -justificada con falsedades, aplicada con arrogancia unilateral, cegada por creencias ilusas y empañada por sádicos excesos- no puede corregirse con unas cuantas medidas paliativas tomadas a toda prisa. El remedio debe tener un carácter internacional, un contenido más político que militar y una dimensión regional, no sólo iraquí.
Para rectificar la aventura de Irak, cada vez más caótica, es preciso comprender su raíz: la política exterior extremista de este Gobierno. Su retórica ha sido demagógica, sobre todo entre los máximos responsables. Su contenido estratégico lo han manipulado unas autoridades más preocupadas por transformar el panorama de seguridad en Oriente Próximo que por conservar la capacidad de liderazgo de Estados Unidos en el mundo. El apoyo interno a sus propuestas se obtuvo explotando deliberadamente e incluso estimulando el miedo en el electorado. La guerra de Irak es, no sólo el producto, sino el símbolo de esta forma viciada de abordar la política exterior.
A diferencia de la guerra de 1991 contra Irak, en la que más del 80% del coste corrió a cargo de los aliados de Estados Unidos, en esta ocasión los contribuyentes estadounidenses tienen que sufragar unos gastos que se acercan ya a 200.000 millones de dólares. El número de estadounidenses muertos y heridos asciende a miles y sigue aumentando, y el número de iraquíes inocentes fallecidos es muy superior. La relación de Estados Unidos con Europa -que es esencial para la estabilidad mundial y la protección de los intereses estadounidenses- ha quedado muy dañada. La credibilidad de nuestro país entre sus amigos tradicionales ha sufrido, su prestigio se ha derrumbado en todo el mundo y la hostilidad antiamericana internacional ha alcanzado unos niveles sin precedentes.
El peligro más inmediato es que la guerra ha concentrado el odio árabe respecto a Estados Unidos. En su mayoría, ven la ocupación estadounidense de Irak como un reflejo de la represión israelí contra los palestinos. El apoyo incondicional del Gobierno de Bush al trato brutal que da el primer ministro Ariel Sharon a los palestinos ha creado una conexión política entre la guerra de Irak y el conflicto israelo-palestino que resulta evidente para casi todo el mundo menos los ocupantes actuales de la Casa Blanca.
Las iniciativas emprendidas la pasada semana por el presidente Bush apuntan en la buena dirección, pero llegan demasiado tarde y cambian poca cosa a la hora de la verdad. El presidente parece aceptar implícitamente lo que altos responsables de la Administración rechazaron cuando hablé con ellos hace varios meses: la necesidad de una cobertura de la ONU para el traspaso de la soberanía -por limitada que sea- de Estados Unidos al Gobierno iraquí. Sin embargo, el Gobierno sigue negándose a hacer frente a la realidad y tomar decisiones difíciles sobre el papel y la duración de la presencia militar estadounidense en Irak o los dilemas generales de la paz regional en Oriente Próximo.
El Gobierno no ha reconocido todavía que el deterioro de la situación, tanto en Irak como en la región, no puede remediarse sin una revisión política general, fría y realista de las políticas actuales, que aborde cuatro elementos clave: 1) El traspaso de "soberanía" tiene que reafirmar, y no desacreditar, la legitimidad del nuevo Gobierno iraquí, por lo que debe emanar de Naciones Unidas, no de Estados Unidos; 2) sin una fecha fija y cercana para la retirada de las tropas estadounidenses, la ocupación será objeto de una hostilidad iraquí cada vez más intensa; 3) el Gobierno iraquí debe reflejar la realidad política, no los delirios doctrinarios de Estados Unidos, y 4) si no hay avances significativos hacia una paz entre Israel y Palestina, el Irak posterior a la ocupación será antiamericano y antiisraelí.
En primer lugar, el traspaso de la soberanía nominal a unos cuantos iraquíes escogidos en un país aún ocupado supondrá tachar a cualquier autoridad iraquí "soberana" de traidora. La concesión de la "soberanía" a los iraquíes por parte de Estados Unidos, mientras siga habiendo un procónsul estadounidense respaldado por un ejército de ocupación en una fortaleza situada en el corazón de la capital iraquí, no tendrá ninguna legitimidad política. La afirmación del presidente (repetida más de una vez en su discurso del lunes de la semana pasada) de que dicho traspaso concederá la "plena soberanía" a Irak es un artificio digno de Orwell.
Lo más urgente es la necesidad de subordinar, cuanto antes, la ocupación de Estados Unidos -que está causando a toda velocidad la indignación de los iraquíes- a la presencia visible de Naciones Unidas, encabezada por un alto comisario al que se transfiera la autoridad real. A su vez, ese alto comisario de la ONU, dotado de poderes reales, podría ir cediendo progresivamente la genuina soberanía a los iraquíes con más perspectivas de obtener el apoyo de la población para el Gobierno provisional.
La autoridad del alto comisario debería incluir el ámbito de la seguridad. Los jefes militares estadounidenses seguirían teniendo plenos poderes para responder a los ataques contra sus soldados como considerasen necesario, pero cualquier operación ofensiva que quisieran realizar -ellos o cualquier otra fuerza de la coalición- debería necesitar la autorización explícita del alto comisario, quizá tras consultar a los líderes iraquíes. Este cambio en la cadena de mando transformaría automáticamente el carácter de la presencia estadounidense en Irak, de una ocupación militar a una fuerza de pacificación bajo supervisión internacional. La resolución de la ONU propuesta por Bush contiene gestos simbólicos en ese sentido, pero no modifica en lo esencial el dominio patente y continuado de Estados Unidos en Irak.
En segundo lugar, cuanto más se prolongue la presencia militar estadounidense, más probabilidades hay de que se intensifique la resistencia iraquí. Por consiguiente, a Estados Unidos le interesa transmitir de forma creíble su determinación de permitir que los iraquíes se encarguen (aunque sea de forma imperfecta) de su propia seguridad. El establecimiento de un plazo razonable para la salida de las tropas estadounidenses -lo bastante alejado como para que no parezca una retirada apresurada, pero lo bastante cercano como para que los iraquíes puedan centrar su atención en la necesidad de ser autosuficientes- podría beneficiarse del hecho de que la situación militar sobre el terreno, en estos momentos, no es tan mala como sugiere una televisión forzosamente selectiva.
Abril de 2005, dos años después del inicio de la ocupación, podría ser una fecha límite apropiada para que concluyese la presencia militar de Estados Unidos. La existencia de una fecha públicamente conocida para la salida de las tropas desmentiría las sospechas de que los estadouniden-ses tienen propósitos imperialistas respecto a Irak y su petróleo y, por tanto, podría diluir el sentimiento antiamericano en Irak y toda la región. Un plazo firme para la retirada militar sería la única forma de convencer a los iraquíes de que tenemos verdaderamente intención de irnos. Por el contrario, sin una fecha fija, los políticos iraquíes rivalizarán en ser los más exigentes a la hora de reclamar dicha retirada.
Es verdad que existe el riesgo de que la retirada estadounidense vaya seguida de un aumento de la inestabilidad, pero esa inestabilidad sería menos dañina para los intereses de Estados Unidos en el mundo que la resistencia permanente (y tal vez en aumento) frente a una ocupación aparentemente indefinida, que, además, no ha servido para suprimir el crimen -pequeña delincuencia, pero muy extendida-, la violencia ni el terrorismo. La resistencia actual podría intensificarse hasta ser una guerrilla urbana similar a la que llevaron a cabo hace cinco décadas los argelinos contra los franceses. No hay duda de que Estados Unidos sería capaz de aplastar la rebelión mediante el aumento de la fuerza militar, pero los costes políticos de una escalada semejante -enormes bajas civiles, destrucción generalizada y la agudización inevitable de las indignidades nacionales, culturales y religiosas- serían tremendos.
Estados Unidos debe consultar con los principales miembros de la coalición militar cuál sería el plazo más apropiado. El hecho de fijar la fecha de abril de 2005 podría obligar a otros Estados, sobre todo nuestros aliados europeos, a centrarse en la necesidad de producir un esfuerzo más amplio y ambicioso para ayudar a los iraquíes en la estabilización y reconstrucción de su país. Los miembros de la coalición con presencia militar importante (con más de 1.000 soldados en Irak) son Gran Bretaña, Italia, Polonia, Ucrania y Holanda. Es preciso pedirles su opinión, aunque sólo sea porque las poblaciones de estos países se oponen cada vez con más fuerza a que continúe su participación en la ocupación de Irak, y algunos de los oficiales que mandan sus contingentes sobre el terreno han criticado con dureza la torpeza de las tácticas militares estadounidenses.
En tercer lugar, la internacionalización de la autoridad política suprema en Irak y el establecimiento de una fecha para la retirada estadounidense necesitarán la redefinición del objetivo tan proclamado (pero más bien ilusorio) de convertir Irak en una democracia. La democracia no puede implantarse mediante bayonetas extranjeras. Debe alimentarse con cuidado, con respeto a la dignidad política de los involucrados. Una ocupación agresiva y, a veces, con gran facilidad para apretar el gatillo, no es ninguna escuela de democracia. La humillación y la coacción engendran odio, como han aprendido los israelíes durante su prolongado dominio sobre los palestinos.
El Irak posterior a la ocupación no será una democracia. Lo máximo a lo que se puede aspirar, para ser prácticos, es una estructura federal basada en las raíces de la autoridad dentro de las tres grandes comunidades que forman el Estado iraquí: los chiíes, los suníes y los kurdos. Ahora bien, sería una insensatez circunscribir estas comunidades a tres regiones claramente definidas, porque eso desembocaría seguramente en intensos conflictos fronterizos entre ellas. Hasta que se calme la situación derivada de la dictadura de Sadam Husein y la intervención militar estadounidense, lo más prudente sería basarse en la situación tradicional existente dentro de las provincias actuales más numerosas; una estrategia que quizá serviría para fomentar los compromisos políticos entre facciones. El resultado, probablemente, sería un Gobierno nacional iraquí más o menos islámico, que reflejase las realidades demográficas, religiosas y étnicas del país.
Por último, pero ni mucho menos en orden de importancia, Estados Unidos tiene que reconocer que el éxito en Irak depende de que paralelamente haya avances significativos hacia la paz entre israelíes y palestinos. El conflicto palestino-israelí es el problema más combustible y capaz de movilizar a la gente en el mundo árabe. Si Estados Unidos se retira de Irak antes de dar pasos importantes en la solución de esta disputa, puede encontrarse con un Gobierno iraquí que sea claramente hostil a Estados Unidos e Israel.
Por tanto, si Estados Unidos pretende obtener el apoyo internacional (y especialmente europeo) para solucionar sus problemas en Oriente Próximo, tendrá que dejar clara su postura sobre un posible acuerdo de paz israelo-palestino. Es evidente que las dos partes del conflicto no van a llegar nunca a una solución por sí solas. El hecho de que Estados Unidos se niegue a definir, aunque sea en términos generales, los elementos fundamentales para un resultado pacífico, deja a los israelíes y palestinos genuinamente partidarios de la paz a merced del extremismo de sus dirigentes. Además, el hecho de apoyar los objetivos de Ariel Sharon e ignorar la postura palestina en cualquier negociación ayuda a retrasar el proceso de paz y contribuye al sufrimiento en ambas partes.
Para movilizar a los israelíes y palestinos que desean la paz y convencer a Oriente Próximo de que la ocupación estadounidense de Irak no es una mera prolongación del dominio israelí en Cisjordania, Estados Unidos tiene que dejar mucho más clara su postura sobre los seis factores clave que hace falta resolver para llegar a un acuerdo definitivo de paz: no sólo que (como exige Israel) no puede existir el derecho de regreso para los refugiados palestinos, y que los límites de 1967 no pueden convertirse automáticamente en fronteras definitivas, sino también que debe haber una compensación territorial equitativa por cualquier expansión israelí en Cisjordania; que los asentamientos que no estén próximos a las líneas de 1967 tendrán que ser evacuados; que Jerusalén deberá permanecer como ciudad unida y compartida por las dos capitales; y que Palestina será un Estado desmilitarizado, tal vez con cierta presencia de la OTAN para mejorar las perspectivas de vida del acuerdo de paz.
Es urgente corregir la trayectoria actual si queremos que Oriente Próximo vaya a mejor. Las declaraciones de que hay que "mantenerse en el camino" son una receta para inflamar la región, polarizar a los estadounidenses y perjudicar el liderazgo de Estados Unidos en el mundo. Un cambio radical de rumbo -dada la gravedad de la situación a la que se enfrentan los iraquíes, los israelíes, los árabes en general e incluso los europeos procupados- puede rescatar el éxito de las garras del fracaso. Pero queda muy poco tiempo para hacerlo.
Zbigniew Brzezinski fue consejero nacional de seguridad con el presidente Jimmy Carter y es autor de The Choice: Global Domination or Global Leadership. Traducción de María Luisa Rodríguez. © The New Republic LLC, 2004.
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