_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Adiós, Rodolfo

Patricia tiene seis años. Es la hija menor de Marga y José, vecinos de Prosperidad. Patricia, como numerosos niños y casi todos los perros del barrio, era amiga de Rodolfo Charrabe, el mocetón de 27 años asesinado a tiros este lunes a la puerta de una discoteca. Patricia dijo a su padre el martes por la mañana: "Papá, le dices de mi parte a Rodolfo, con el pensamiento, que no puedo ir a su entierro porque tengo que ir al cole". Y la niña cogió su cabás y se fue a clase cabizbaja y triste. A su padre se le pone la carne de gallina cuando lo cuenta.

Rodolfo Charrabe hace el número 28 de personas asesinadas en Madrid tras reyertas de trágico calibre durante los cinco primeros meses del año. Casi seis homicidios cada 30 días, incontables agresiones sangrientas de diverso pronóstico. Este jueves fue apaleado con bates de béisbol el ciudadano argelino Karim Touhami, que convalece en el Ramón y Cajal con traumatismo craneoencefálico. Demasiado. O estas cosas se solucionan (cosa nada fácil tal como anda el patio) o Madrid se nos convierte en una novela negra, una ciudad sin ley. Y muchas veces, todo por culpa de gente que no sabe beber; otras, por tonterías, por bravuconadas a pie de barra. Bastante tenemos con el terrorismo como para que vengan a jodernos más la vida de esta forma.

Rodolfo era amigo de mucha gente, incluido quien esto escribe (también tenía enemigos, como casi todo el mundo). Irradiaba vida, incluso demasiada en ocasiones. Y nos partíamos de risa con él a la hora del aperitivo. Eso sí, Rodolfo era desmesurado. Pero cada uno es como sale y como se las tiene que arreglar en la vida. Ese hombretón de 120 kilos y 1,90 de altura tenía una portentosa agilidad que había aprendido en los gimnasios y en las artes marciales. Tenía un corazón más grande que su inmenso cuerpo. Sabía pedir perdón. Un día nos dijo: "No tengo miedo a nada ni a nadie; sólo me temo a mí". Tus amigos me instan a decirte desde aquí que te quieren. Adiós, Rodolfo.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_