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Columna
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La Nancy

Franco aún iba bajo palio cuando unos muchachos muy jóvenes con melenas a lo sioux y miradas de carbonarios tomaban las calles de Madrid en protesta por los estados de excepción que se sucedían uno detrás de otro. Corría el año 1968. Los españoles emigraban, los estudiantes se rebelaban, los obreros montaban barricadas y yo todavía jugaba con la Nancy, que más que una muñeca era una metáfora de aquella España desarrollista en trance de abandonar la estética cruda del alivio de luto por las sombrillas de muchos colores que coronaban un horizonte de sol y turismo. Pero Galicia entonces era un cantón atlántico y silvestre de aguaceros perpetuos y el único cordón umbilical que nos unía con el resto del país era un televisor Philips de 17 pulgadas donde los anuncios daban la medida exacta de nuestros sueños consumistas. La meteorología no existía hasta que descubrimos la calva de Mariano Medina y las navidades tampoco empezaban hasta que las muñecas de Famosa se dirigían al portal, en un spot ideado por el propio Ramón Sempere, que fue el creador de todo un imperio de juguetes con capital en Onil. O sea que la Nancy venía a ser a la Navidad lo que los paraguas al mapa del tiempo.

Yo me pasaba aquellas tardes eternas de lluvia vistiendo a la Nancy con su camisita y su canesú, mientras los carbonarios tiraban pupitres desde la Facultad de Económicas sobre la policía a caballo según oía contar en voz baja a mis primos mayores que, con las patillas largas y aquellas trencas azul marino, parecían bucaneros de una isla maravillosa. Desde la estatura de mis ocho años, los admiraba con la misma devoción que a los héroes de las películas del sábado por la tarde, pero en la radio, Cigliola Cinquetti, como si me leyera el pensamiento, cantaba: No tengo edad para amarte...

Sin embargo la Nancy no era una muñeca del todo inocente. Aunque su anatomía todavía no tenía el atrevido diseño de sex simbol de las Barbies de la siguiente generación -un cierto estilo de putillas, decía Ramón Sempere- ni su provocativo vestuario pop, ya apuntaba maneras. Si la Barbie era la top model de las muñecas, que encarnaba a la perfección la ética capitalista y la moral anglicana, la Nancy tenía algo de aquellos concursos de Miss España con la cara un poco pepona y su peinado de reina por un día; era una mezcla entre la virgen rubia de los recordatorios de la primera comunión y una chica yeyé, como correspondía a aquel país del nacional-catolicismo que acababa de embarcarse en la aventura desarrollista.

La Nancy señalaba ya, aunque de un modo incipiente, el final de la infancia y de un tiempo en que la necesidad obligaba a confundir los escaparates con los sueños y la lámina de celofán que algunos superponían sobre la pantalla de la tele con el tecnicolor. Después llegaría el tocador de la señorita Pepis, el Cinexín, los Juegos reunidos Geyper, las películas de dos rombos, los guateques con Mirinda y Noches de blanco satén. Poco a poco la Nancy se fue quedando varada encima de la colcha de ganchillo como un trofeo tierno y muy antiguo. Franco continuaba inaugurando pantanos y firmando sentencias de muerte, Mike Jagger nos hacía enloquecer con sus morritos neumáticos y todo el país era ya un baile de pelotas de goma, pero cada Navidad las muñecas de Famosa seguían dirigíendose al portal... Mientras tanto nosotras -las niñas de entonces- ensayábamos en el espejo una imbatible sonrisa guerrera con la que aprender a ir por la noche solas.

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