¿Hay alguien ahí?
Europa afronta unas elecciones en un contexto completamente distinto del que tuviera en la anterior convocatoria. De una parte, porque la reciente ampliación propicia, por vez primera en nuestra historia, la construcción de un nuevo proyecto político y la superación de muchos desencuentros que han dejado numerosas cicatrices. De otra, porque las próximas elecciones se desarrollan en medio de un conflicto en Oriente Medio cuyas repercusiones aún no estamos en condiciones de evaluar. Y es de Europa, del conflicto y de sus repercusiones de lo que quiero hablar. Porque hasta el momento no alcanzo a encontrar argumentos convincentes para que, como ciudadano europeo, vea la necesidad de ir a votar.
Desde que un grupo de fanáticos de extrema derecha (con intereses económicos concretos) ocupara el poder en Estados Unidos, las carencias del proyecto político europeo aún se han hecho más patentes. La vieja idea de la defensa de los intereses vitales, del eje del mal y la teoría del ataque preventivo encontraron un aliado inmejorable en el atentado del 11 de septiembre. Y las cosas se precipitaron en determinadas regiones del planeta, especialmente en aquellas en las que el control de los recursos era vital para Occidente. Los halcones decidieron sobrevolar por su cuenta, y los nuevos mongoles de la guerra y el botín, como dice el maestro José Luis Sampedro, nos han hecho retroceder a la Edad Media.
El unilateralismo global de la actual Administración norteamericana ha hecho saltar por los aires todo el frágil entramado de equilibrios, de instituciones, de espacios de encuentro y de valores que pacientemente se construyeron después de la Segunda Guerra Mundial. Paradójicamente, el mismo país que contribuyó a consolidar la democracia y el bienestar, y a detener el fascismo, ahora vulnera reglas internacionales básicas, ignora instituciones y acentúa la crisis política de las únicas instituciones globales que hasta ahora hemos sido capaces de crear. También han contribuido a alterar las prioridades mundiales. La lucha contra la pobreza y la desigualdad, y los objetivos trazados en la Cumbre del Milenio, han de estar en la agenda de las grandes potencias. Ahora, la prioridad vuelve a ser la seguridad y la defensa. Y con ello, las fuentes últimas del malestar global, que son la pobreza, la inexistencia de reglas justas y la humillación cultural, se mantienen intactas.
La degeneración y miseria moral evidenciada por las fuerzas invasoras en Irak, cuyas consecuencias en el mundo musulmán son imprevisibles, invalidan todo discurso y toda actuación desarrollada en nombre de la civilidad y de los valores democráticos. El terror institucional desplegado va a reforzar la geografía del terrorismo y del odio. Porque al primario de los objetivos (el control estratégico de recursos) siguió la oportunidad del negocio de la reconstrucción para los mismos que lo habían arrasado. En uno y otro caso encontraron el rechazo mayoritario de una población que no se resigna. Ahora, después de conocer sólo algunos episodios de tortura, de violación de derechos y de asesinatos en nombre del eje del bien, el odio al Otro, a Occidente, se va a acentuar. Y estaremos más inseguros y seremos más vulnerables.
¿Y Europa? ¿Es algo más que un espacio económico más amplio? ¿Hay alguien ahí? Si miramos a nuestro alrededor y analizamos los silencios, las alianzas implícitas y explícitas y su impotencia política, la respuesta es no. A la llamada nueva Europa le sobran gestores y le falta liderazgo político y moral. En los escasos momentos en los que la historia se acelera -y ahora estamos en uno de ellos- es cuando llega la hora de la política y de las grandes decisiones. Y la nueva Europa, que ya ha sido capaz de reparar las deudas contraídas con su propia historia, debe aspirar a ser un actor político capaz de reconstruir consensos y de devolver la confianza a millones de ciudadanos, de Europa y del mundo, que asistimos atónitos a este proceso de deterioro moral y de falta de principios. Europa tiene ahora la obligación de ayudar a construir, desde bases sólidas, una segunda modernidad y de restaurar los puentes de encuentro con otras culturas que otros se han dedicado a volar de forma sistemática.
Siempre creí que el proceso de cesión voluntaria de soberanía desde los Estados hacia una nueva realidad política supraestatal era positivo. Porque la cesión de soberanía reforzaba nuestra autonomía como Europa frente a otros actores políticos, y a su vez nos hacía más fuertes e invulnerables a cada uno de los Estados. Sin embargo, en momentos decisivos, Europa no es capaz de actuar como un actor político con capacidad de liderazgo mundial. No dispone de una voz propia ni de una posición común. Hace tiempo que evidenció su impotencia en conflictos como el de Palestina e Israel. Ahora, cuando la historia se acelera, Europa construye un mercado más amplio, pero se hace políticamente más pequeña. O cuando menos, más irrelevante e invisible.
Y como ciudadano europeo, me gustaría que éstas fueran las cuestiones que justificaran las modificaciones de locus y demos. La cesión de soberanía debería servir para hacernos políticamente más fuertes, para tener voz propia y para poder defender los valores que han hecho posible que el mundo no sea peor. Es bueno que en esta campaña los candidatos puedan discutir de aspectos concretos relacionados con el reparto de poder político entre Estados, con el trazado de infraestructuras, con el reparto de fondos agrícolas o con las políticas de cohesión territorial. Pero esa visión eurocéntrica es miope, poco ambiciosa y no hace justicia con nuestra propia historia. Porque, en lo básico, nos mantiene como europeos en una posición dependiente y subalterna. Y el mundo que yo quiero para mis hijos no quiero que me lo construyan sobre los cimientos del odio. Tampoco quiero que sea verdad la afirmación que dice que las únicas elecciones realmente importantes para los españoles o para los europeos son las elecciones presidenciales norteamericanas. Quiero que las elecciones al Parlamento Europeo sean más importantes cada día, pero sobre todo quiero que sean expresión de un liderazgo moral ahora inexistente.
Para empezar, me gustaría que los líderes europeos abrieran el debate y nos preguntaran acerca de qué modelo de defensa queremos para nosotros. Porque ésta es una pieza fundamental. Mientras no tengamos autonomía y nuestra política de defensa descanse sobre el potencial del Ejército norteamericano, no seremos un actor político relevante y con voz propia. Ya sé que eso significa hablar de recursos, de impuestos, de Estado de bienestar y de muchas otras cosas. También soy consciente de que no es tarea sencilla, porque la reciente ampliación ha reforzado el flanco europeo de Estados Unidos. Pero para eso está la política. De otra parte, como demostraron los ciudadanos españoles el pasado marzo, son las cuestiones profundas, los valores morales, la actitud y la transparencia, las que movilizan a los ciudadanos. Y estas elecciones europeas, que se celebran en un contexto tan especial, obligan a hablar de valores, de ideales, de derechos, de culturas, de civilizaciones, de diálogo y de respeto. Aunque sólo sea por respeto a todos aquellos que han empedrado el camino con sus vidas para hacer avanzar los principios de la Ilustración y los derechos básicos de ciudadanía. Deberían ser capaces de darnos argumentos para poder votar.
Joan Romero es catedrático en la Universidad de Valencia y profesor de Geografía Política.
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