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Tribuna:
Tribuna
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La clave del éxito está en involucrar al mundo

En marzo de 2003, los estadounidenses se emocionaron ante las escenas televisadas de las fuerzas estadounidenses entrando en Irak. Soldados elocuentes, equipos modernos y periodistas incorporados a las tropas daban una sensación de propósito, competencia y valentía que repercutía en todo el país. Pero hoy, 14 meses después, la misión está en ruinas, marcada por el creciente descontento popular iraquí, los continuos ataques contra las fuerzas estadounidenses, la infiltración de combatientes extranjeros, el aumento de los conflictos civiles y la falta de un rumbo que resulte creíble. A pesar de los llamamientos hechos por el presidente George W. Bush a mantener la misma dirección, la opinión pública se ha puesto claramente en contra de la misión. Algunos ya la han calificado de fracaso. Otros, tras renunciar a la idea de un Irak unido, intentan asegurarse el éxito insinuando que debemos fragmentar el país, una propuesta que compensaría implícitamente a los kurdos y traería más problemas en el futuro. Y otros sugieren que cambiemos nuestro objetivo supremo de alcanzar la democracia en Irak por el de alcanzar la estabilidad. Todos los que se muestran críticos advierten que si no cambiamos de rumbo, nos dirigimos hacia el fracaso.

Y tienen razón: si no se producen cambios significativos, nos dirigimos hacia el fracaso. Pero el problema no es sólo que nuestro objetivo de implantar una democracia al estilo americano sea demasiado ambicioso, sino también que nos han faltado los recursos para cumplirlo. Es posible establecer un Gobierno estable y representativo en Irak siempre que cambiemos de estrategia y de táctica. Hasta ahora, hemos confiado excesivamente en nuestro ejército para realizar tareas para las que no está bien entrenado ni culturalmente preparado. Si bien nuestras tropas deberían ayudar a mantener las fronteras y enfrentarse a las amenazas internas demasiado grandes para las fuerzas iraquíes aún nacientes, deberían dejar de ejercer lo antes posible el control policial del país por una sencilla razón: no se les da muy bien. Por el contrario, necesitamos involucrar a los países de Oriente Próximo y a la comunidad internacional en general para construir un Irak unificado con un Gobierno representativo que no amenace a sus vecinos ni sirva de imán para el reclutamiento de Al Qaeda, y que ejerza suficiente control como para garantizar la estabilidad interior y fomentar el desarrollo económico.

Primeramente, Estados Unidos debe corregir la "dinámica de conflicto" que ha inyectado en la región. En esencia, el Gobierno de Bush ha asustado a Irán y Siria haciéndoles creer que, si consigue llevar a cabo con éxito la ocupación de Irak, ellos serán los próximos objetivos. Para los iraníes y los sirios, la deducción es que su supervivencia depende de arrastrar al fracaso la misión estadounidense en Irak. Además, el sesgo de Estados Unidos que se percibe a favor de Israel, y el hecho de que no intente seriamente resolver el conflicto palestino-israelí, ha propiciado la atmósfera venenosa que alimenta la ira árabe contra Estados Unidos y contra sus esfuerzos en Irak. Para despejar el ambiente, Estados Unidos debe primero involucrar a los gobiernos de la región en la reconstrucción de Irak, dándoles un asiento en la mesa del desarrollo de ese país, para que comprendan que no son los siguientes objetivos del cambio de régimen. Estados Unidos debe también impulsar activamente la Hoja de Ruta para Oriente Próximo, con su objetivo de llegar a una solución de dos Estados. El Gobierno de Bush no puede elaborar sin más un plan y esperar que los israelíes y los palestinos lo sigan; está claro que eso no ha funcionado. Por el contrario, debe establecer un diálogo serio y sostenido entre ambas partes y entre los denominados Estados de la línea del frente para negociar los detalles de un proceso de paz. La carretera hacia Bagdad pasa por Jerusalén, y no al contrario, como incuestionablemente creen los neoconservadores.

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Hasta el momento, el Gobierno de Bush ha sido incapaz de recabar mucho apoyo entre los países europeos y de Oriente Próximo, pero si afronta el temor provocado por la hegemonía estadounidense y estimula el proceso de paz palestino-israelí contribuirá a disipar la ira árabe y a aumentar la credibilidad estadounidense en la región y en el extranjero, lo cual permitiría a Washington construir una estructura internacional de asesoramiento y respaldo que sostenga la misión en Irak cuando los iraquíes recuperen la soberanía el 30 de junio. Esta estructura debería ser una organización internacional hecha a medida, como la creada para llevar a la práctica los Acuerdos de Dayton en Bosnia en 1995. Podemos llamarlo el Comité para el Desarrollo Iraquí. Respaldado por Naciones Unidas, dicho comité permitiría participar en la toma de decisiones a todos los países que contribuyan al desarrollo político, económico o de la seguridad iraquí. El comité nombraría un alto representante encargado de dirigir los esfuerzos asesores y de ayuda sobre el terreno en Irak, no un estadounidense, sino preferiblemente alguien de la región o quizá un europeo, estableciendo así un centro de poder al que los iraquíes puedan apelar, alternativo al del pronto embajador John Negroponte. Compartir la capacidad de tomar decisiones y nombrar a un no estadounidense para un cargo tan significativo permitirá atraer un respaldo considerable en tropas, ayuda económica, etcétera, de nuestros principales aliados.

El Comité debería disponer de un consejo ejecutivo que comprendiera a todos los países que comparten frontera con Irak, e incluyera a un representante del Consejo de Cooperación del Golfo y, por supuesto, uno de Estados Unidos. Este organismo, que canalizaría la ayuda proporcionada por sus miembros, tranquilizaría a los países árabes respecto a las intenciones estadounidenses. Dicho comité permitiría también establecer un diálogo cara a cara entre Turquía, Siria, Irán, Irak, Arabia Saudí, Kuwait y Estados Unidos, con intención de promover la estabilidad regional para que la democracia pueda florecer más fácilmente en Irak. Naturalmente, es probable que las posiciones estadounidenses difieran profundamente de las de algunos de estos países; pero mejor discutir dichos asuntos en la mesa de negociaciones que en virulentos intercambios a través de los medios de comunicación.

Con la cooperación de la comunidad internacional y el aumento de recursos que eso supone tendremos más posibilidades de ayudar a crear un Gobierno iraquí representativo. Algunos han sostenido que, dadas sus divisiones religiosas y étnicas, es inevitable la descomposición de Irak en tres Estados: suní, chií y kur-do. Pero no es así, y deberíamos hacer todo lo posible por mantener al país unido. La división deliberada de Estados ha demostrado ser caótica y violenta en el pasado, y es probable que provoque conflictos internos, en lugar de resolverlos. En Irak sería inevitable la limpieza étnica, porque kurdos, suníes y chiíes intentarían resarcirse de pasadas afrentas (como la apropiación de territorio kurdo por parte del Gobierno de Sadam Husein) o actuarían de manera violenta por temor a convertirse ellos mismos en blanco si no son los primeros en asestar el golpe. Las repercusiones regionales de tales conflictos son impredecibles, pero podrían ser muy peligrosas. Turquía e Irán intervendrían en Irak para evitar el establecimiento de un Estado kurdo que pudiera incitar a sus propias poblaciones kurdas a exigir la independencia. De manera similar, los kurdos de Siria podrían perfectamente enfrentarse al Gobierno del presidente Bashar al Assad, y posiblemente provocar una guerra civil. Toda esta inestabilidad dejaría amplio margen a los terroristas internacionales para reunirse y desatar el caos.

Para mantener Irak intacto, la comunidad internacional debe disuadirlo de fundar un Gobierno elegido por representación proporcional en el que los iraquíes voten a un partido con una base étnica o religiosa, un sistema que ha causado mucha fricción en los Balcanes. Por el contrario, debemos animar a los iraquíes a adoptar un sistema representativo que reúna a la población y fortalezca sus intereses comunes en lugar de resaltar sus diferencias. Una estructura nacional de dos Cámaras, para las que los electores elegirían a políticos individuales encargados de representar a sus circunscripciones, podría obligar a los partidos a moverse hacia el centro político en vez de hacia los extremos. Dichas circunscripciones podrían sencillamente salir de las 18 provincias de Irak, cuyas fronteras no están trazadas siguiendo unas líneas sectarias.

Si bien podemos animar a los iraquíes a evitar un Estado basado en la identidad étnica, el negarles un Estado teocrático será más difícil; los propios iraquíes deben determinar la relación entre el islam y los derechos humanos, especialmente los de las mujeres. Una democracia iraquí no tendrá el mismo aspecto que la democracia estadounidense, y no podemos esperar que lo tenga ni obligarla a ello. Por supuesto, animaremos a Irak a asumir los criterios internacionales de derechos humanos, pero, a fin de cuentas, los iraquíes tendrán que elegir por sí mismos leyes y normas que reflejen su moral y su cultura. Los valores no pueden imponerse desde arriba. Sin embargo, para que Irak establezca un Gobierno representativo capaz de tomar semejantes decisiones, la comunidad internacional tendrá que ayudar desplegando cientos de administradores, abogados, juristas y expertos en ciencias políticas bien preparados. También debería proporcionar recursos para que delegaciones iraquíes visiten otros países como medio de examinar sistemas jurídicos y políticos alternativos. De hecho, la mayor aportación que la comunidad internacional puede hacer a Irak es ayudarle a establecer el imperio de la ley. A corto plazo, la amenaza en Irak es que el país podría caer en una guerra civil o desintegrarse en medio de una creciente inestabilidad, como le ocurrió a Líbano en la década de 1970. En cualquiera de los dos casos, es probable que Irak se convirtiera en un paraíso de toda forma de actividad ilegal y en un campo de reclutamiento e instrucción de terroristas internacionales. Mantener una estabilidad interna coherente con el Gobierno representativo es cuestión no sólo de un sistema policial eficaz, sino también de un sistema completo de justicia penal, con leyes, tribunales, jueces y sanciones civiles y penales. La comunidad internacional debería contribuir a redactar leyes y procedimientos, a formar jueces y policías, y a equipar a investigadores, policías de patrulla, comisarías, tribunales y cárceles; un proceso que llevará dos o tres años y costará cientos de millones de dólares. Nuestra experiencia en los Balcanes resultará valiosa aquí, pero será necesario el liderazgo estadounidense para extraer y aplicar las lecciones aprendidas de ese conflicto.

El Gobierno iraquí también necesitará ayuda a la hora de crear un ejército suficientemente fuerte como para asegurar las fronteras del país, derrotar a cualquier milicia local no autorizada y hacer que se respete el sistema de derecho, un proceso que también podría llevar varios años y costar cientos de millones de dólares (aunque los iraquíes deberían también afrontar parte de los costes). Mientras tanto, deberá permanecer en el país un número considerable de soldados estadounidenses, con el beneplácito de Irak y de Naciones Unidas, y una clara definición de sus responsabilidades y su misión específicas. Para potenciar aún más las aportaciones internacionales a Irak, deberíamos hacer que nuestros comandantes informen a través de la OTAN, aunque conservando, naturalmente, la autoridad para actuar en nuestra propia defensa. Sin embargo, no debemos permitir que la violencia en Irak sirva de pretexto para la inacción por parte de la comunidad internacional, o que nos impida entregar la ayuda al desarrollo que hemos prometido. El hacerlo simplemente serviría para que toda la carga de la reconstrucción de Irak recayera en el ejército estadounidense, que no puede resolver por sí solo los problemas del país. De hecho, ayudar a los iraquíes a reconstruir su país aumentará significativamente su capacidad para controlar y contener la violencia, que se ha vuelto cada vez más generalizada. Estados Unidos ha dado algunos pasos para promover la autosuficiencia iraquí, pero han sido pasos a tientas. Hemos intentado adiestrar policías, pero, al acelerar el proceso, hemos hecho un mal trabajo. Lo último que debemos hacer en Irak es mantener el rumbo. Debemos corregirlo sustancialmente, y de inmediato. En última instancia, lo que está en peligro en Irak no es sólo el futuro de los iraquíes, sino la estabilidad regional de Oriente Próximo, y la propia influencia y la seguridad de Estados Unidos. Hace un año, intervenir en Irak era optativo, y, en mi opinión, innecesario. Pero ahora no tenemos opción respecto al éxito: debemos conseguirlo

Wesley K. Clark, general estadounidense retirado, fue comandante supremo de la OTAN desde 1997 a 2000. Traducción de News Clips. © The New Republic LLC, 2004.

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