_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La foto

José Luis Ferris

La imagen publicada el pasado martes en la página 5 de ABC en la que aparecían dos ciudadanas kuwaitíes con el rostro cubierto por un velo negro disparando la cámara de sus Nokias última generación contra los tres ejecutados frente al Ministerio del Interior (disculpen la longitud de la frase y la cacofonía) me parece una metáfora sublime, un símbolo perfecto de esa gran paradoja que resulta la vida en ciertas partes del mundo. Puestos a hablar de civilización y de sociedades civilizadas, Kuwait, precisamente Kuwait, ha sido el ejemplo esgrimido por el primer mundo para demostrar que existen musulmanes moderados, prooccidentales y, cómo no, desarrollados según reza su alta renta per cápita. Pese a ello (o quizá por ello), un país tan bien arropado por las grandes potencias, tan puesto al día en tecnología y recursos, ha sabido mantener tradiciones tan ancestrales como la pena de muerte, las ejecuciones públicas ante cientos de espectadores que jalean la escena y la registran en la memoria virtual de un móvil para enviarla a cualquier lugar del planeta junto a una frase feliz y macabra.

Para gran parte del pueblo kuwaití, el linchamiento público auspiciado por las leyes es algo quizá natural. Si el reo ha cometido una vileza, un homicidio o una violación imperdonable, les parece hasta coherente, consuetudinario, que su cuerpo se cimbree descoyuntado en la horca, sobre un tingladillo instalado por cuatro funcionarios en una concurrida acera de la ciudad. Para ellos no hay espanto ni horror, sino castigo necesario. Y no hay crueldad porque en su mundo de bienestar y avances tecnológicos sigue habiendo sitio para el Talión, para los primitivos códigos de conducta de Oriente Próximo y para la venganza de sangre con las que se regían las tribus preislámicas.

El lunes fueron ahorcados en una plaza de Kuwait dos ciudadanos saudíes y uno kuwaití. Dos forenses con bata blanca les asistieron tras expirar. Les comprobaron el no pulso y el tono azul de la lengua. Luego vinieron las fotos del respetable y el envío oportuno e instantáneo a algún pariente de América del Norte, el país de la civilización. Eso fue todo.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_