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Columna
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Perdices

Exceptuando una parte de la prensa rosa, que se ha vuelto rencorosa y viperina, la prensa nacional y extranjera han informado de la boda real con profusión de florilegios y melaza. Pocos han resistido a la tentación de calificar el evento de cuento de hadas. El símil, aplicado al enlace de un príncipe bien plantado con una plebeya de buen ver, no es ciertamente original, pero tiene mucho de cierto. Porque lo importante de un cuento de hadas no es que sea de hadas, sino que sea un cuento. No quisiera ser mal entendido. Un cuento no es una engañifa. Toda fábula parte de este entendimiento entre el narrador y su lector o su oyente. Que el cuento de hadas en particular cumpla además funciones terapéuticas al conjurar los miedos y las fantasías infantiles es lo de menos. Lo que importa es que por un momento nuestro pequeño mundo se pueble de seres improbables. En este sentido, el cuento de hadas, como el cuento de terror, con el que guarda tantas semejanzas, tiene el doble aliciente de sustraernos a la realidad durante un rato y de permitirnos regresar luego a esa misma realidad sanos y salvos. Es decir, que lo que le pase a Pulgarcito le pase a él y no a nosotros.

Viendo por la televisión la retransmisión de las solemnidades previas y posteriores a la ceremonia eclesiástica, que me perdí a conciencia, no podía dejar de preguntarme si me habría gustado formar parte de aquel séquito vistoso, integrado por los miembros más pánfilos de las casas reinantes y una selecta representación de la sociedad civil. Pienso que la respuesta es no. No me habría gustado verme sometido a una estricta etiqueta, en todos los sentidos de la palabra, ponerme chaqué, que es una prenda que sólo favorece a los hombres tripudos, y andar sorteando señoras tocadas con unos sombreros como de mariachi. Pero me gusta que alguien lo haya hecho para que los demás lo podamos ver y comentar y, si se tercia, sacar a relucir un republicanismo tan romántico y apolillado como un viejo chaqué. Y admiro a quienes, por cualquier razón, han aceptado convertirse en personajes de un cuento de hadas, a sabiendas de que al hacerlo contraen la obligación de comer perdices mañana, tarde y noche, todos los días de su vida, que yo les deseo larga y venturosa.

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