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Columna
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Romero Murube, y otras cosas

La Sevilla sagrada guarda entre sus mitos preferidos la figura de Joaquín Romero Murube. Un escritor aledaño a la Generación del 27, que vivió en el ojo del huracán, capeando los temporales de la República, la Guerra, el franquismo, con un arte extraño de navegar. Pasó de la amistad con Lorca (del que tuvo el privilegio de conocer, de primera mano, el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, que le dejó estremecido), con Cernuda (al que admiró profundamente, como profunda fue la enemistad que luego sostuvieron), o con Miguel Hernández (a quien acogió en sus dominios del Alcázar, apenas acabada la Guerra Civil, en un episodio extremadamente oscuro); de todo eso pasó a la amistad con Cela, con Pemán, con otros escritores de la crema del Régimen. Siempre en nombre de la belleza, de la literatura, como si ésta fuera ajena al devenir de las cosas del mundo. "No me interesa la literatura como problema, sino como estética", solía decir. Aunque para llevar el timón en situación tan comprometida -y seguir disfrutando de su residencia en los Reales Alcázares-, tuviera que vestir la chaqueta blanca y la camisa fúnebre, de vez en cuando. Pese a ello, la derecha sevillana más conspicua siempre lo despreció. Tampoco lo veían claro. Y cuando se irguió en crítico con la iniciativa municipal, auspiciada desde El Pardo, de derribar el palacio de los Sánchez-Dalp, en la Plaza del Duque, para levantar unos grandes almacenes, sencillamente lo ignoraron. Un artículo furioso que escribiera anduvo errante por las redacciones de los periódicos, y no vio la luz. Así le pagaron.

Los no iniciados hacen bien en pasar de largo por este autor. No emite signos ciertos, y lo mejor es que se quede en el ritual de los suyos. Por lo menos sería lo más piadoso. Pero días atrás, con motivo de la Feria del Libro de Sevilla, algunos se han animado a reivindicarlo, un poco como si ya fuera hora, como si ya le tocara, no sabemos qué. Ediciones, conferencias, recitales, todo eso (deben ser cosas de la posmodernidad). El crítico de Abc Miguel García Posadas esgrimió en su defensa: "No fue fascista, aunque tuvo que vestir, como tantos, la camisa azul". Tiene razón en lo de "tantos" (hasta Rojas Marcos acabó vistiendo aquella tenebrosa chaqueta blanca), pero no se alcanza cuál fue la obligación, y desde luego otros muchos no la vistieron, sino que conocieron el exilio, la persecución, o la muerte. Y todavía añade el citado crítico: "El franquismo le perjudicó ante los más sectarios, como el pontífice Celaya". Hombre, esto ya parece excesivo. Primero, no casa con la verdad, y desacredita a un luchador honesto como fue Gabriel Celaya. Segundo, en esta historia el único que se perjudicó con su conducta fue el propio Romero Murube. En cuanto a los pontífices, líbrenos quien sea de todos ellos, incluido Miguel García Posadas.

Tal vez lo único claro en Romero Murube es que siempre fue consciente de la trascendencia de sus actos. En la sala mortuoria de un colega suyo, que había sido republicano cabal, dijo: "Aquí está un hombre que nunca se cambió de chaqueta".

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