El valor de la calidad
El afán obsesivo por lo cuantitativo se ha convertido en una nota característica de nuestra época. Todo se mide y se pesa: el dinero, el tiempo, la distancia, las páginas de un libro, los años de una persona, los currículos, los premios... La eficacia, el rendimiento y el éxito son los valores dominantes de nuestra sociedad. Aunque alguna publicidad nos hable del "valor de las ideas", lo que importa en definitiva es casi siempre la "cuenta de resultados".
Lo cual nos lleva a la utilización abusiva de las personas y de las situaciones, al aprovechamiento constante de los unos por los otros -lo que enrarece y neurotiza el clima de convivencia-, a la mercan-tilización compulsiva de las relaciones y de la vida en su conjunto. Todo ello va consolidando ese horizonte cuantitativo y pragmatista que nos domina.
Esta exageración unilateral de la cantidad implica una cierta pérdida o degradación de la calidad, porque ambas (cantidad y calidad) son factores no necesariamente excluyentes pero sí correlativos y complementarios. La obsesión por la primera conduce al vacío de la segunda, y ése es un síntoma alarmante que constatamos todos los días.
Es preciso delimitar con cuidado el concepto de calidad, ampliamente manejado con distintas finalidades y connotaciones, y que por eso conviene discernir bien, dada su relativa ambigüedad. Hoy se pide calidad para todos y para todo, se habla de "calidad de vida", "calidad de la educación", etcétera. Precisamente esta última -y las características que se le atribuyen- nos sirve de cautela para nuestro propósito de discernir la calidad. Al concepto de calidad educativa se le reviste habitualmente de las notas de elitismo, competitividad, esfuerzo personal, eficacia y pragmatismo, que no son las más adecuadas -a mi juicio- para definir el concepto auténtico de calidad. Y algo parecido podríamos decir en otros terrenos.
La búsqueda de calidad se encuadra en el horizonte de sentido que orienta nuestra vida y las relaciones humanas y sociales. Un sentido que tiende a la plenitud, a una progresiva maduración, pero que asume las limitaciones y contradicciones vitales que soportamos. Ese horizonte de sentido tiene que ver también con nuestra capacidad de discernimiento, para ser utilizada como instrumento de reflexión y de análisis en las circunstancias más diversas. Un discernimiento crítico permanente que nos ayuda a caminar con acierto -o al menos con dignidad y con sentido- a lo largo de la vida.
La calidad tiene relación, en alguna medida, con el talento. Existen diversas clases de talento: poético, contemplativo, profético, irónico... El talento no se corresponde exactamente con la fama o el éxito, aunque pueden coincidir. Ni el talento ni la calidad son necesariamente la "excelencia", ni el refinamiento o el elitismo como concepción y práctica de la vida. La sofisticación y la falta de sencillez no adornan precisamente a la calidad, sino más bien al contrario. En cambio, sí que tiene mucho que ver la calidad con el trato humano racional, con la acogida cálida entre las personas, con el ejercicio riguroso del pensamiento y del diálogo, con la gratuidad, con la contemplación desinteresada de la belleza en sus distintas formas, con la generosidad y con el trabajo por los demás. En la cercanía y cordialidad sencilla de la gente popular hay muchas veces más calidad humana que en las grandes exhibiciones o alardes de "humanitarismo", aunque éstos no siempre sean despreciables. El entusiasmo y el intento de coherencia personal son también, a mi juicio, expresiones de calidad.
El tema de la calidad tiene una importante derivación en la educación en valores, bastante postergada o al menos no suficientemente aprovechada y potenciada en nuestro sistema educativo y en la sociedad en general. Los valores son aquellas ideas operativas que orientan la vida y le otorgan sentido, las actitudes de fondo que dinamizan a las personas y a los colectivos, que configuran a una sociedad. A la vista del contexto antes descrito a propósito de la cuestión de la calidad, me atrevo a sugerir algunos valores en cuya educación podemos y debemos empeñarnos más -los educadores especialmente, profesores, tutores, padres y también la ciudadanía en su conjunto-, obteniendo sin duda un beneficio social importante para todos.
Uno de ellos es la racionalidad, la autonomía, el pensamiento crítico, que evite la homogeneización empobrecedora en la que estamos derivando, o el vacío preocupante de ideas y de análisis, contemplando también la perplejidad, el saber dudar y contrastar, como un valor necesario para combatir las distintas formas de fundamentalismo que nos amenazan.
No por repetido puede quedarse en retórico el valor del diálogo, de la tolerancia y el pluralismo como contenido, como finalidad y como método de reflexión y de análisis. Malos ejemplos de ello tenemos en el espectáculo de la política y en otros ámbitos, pero resulta imprescindible construir una sociedad cimentada en estos valores.
El mundo de la afectividad, los sentimientos y emociones es un núcleo dinamizador de las personas, con influencia incuestionable en las relaciones grupales y sociales. Por ello es un territorio privilegiado y sensible que requiere una constante atención educativa.
En relación con lo anterior se encuentra la empatía, la capacidad de cercanía en profundidad, el hábito de compartir con los otros y de sentir con ellos, que puede abrirse en dimensiones crecientes mediante el valor de la solidaridad.
La participación y el compromiso por los demás y por la sociedad han de ser, me parece, una referencia y una apelación constante dentro de la educación en valores que enriquecen y dinamizan a las personas combatiendo el arraigado individualismo que nos caracteriza.
El hecho religioso, la dimensión trascendente de la vida pueden y deben ser objeto de educación en su perspectiva estrictamente cultural (aunque con inevitables derivaciones al terreno existencial), ya que su cultivo personalizado debe realizarse en el ámbito de las comunidades y familias que libremente lo viven y lo desean.
Éstos son algunos valores en cuya educación conviene trabajar con paciencia y energía, más allá de las dificultades y del desánimo que éstas provocan, y que pueden ser una cierta garantía de calidad para nuestro enriquecimiento personal -el de todos- y para el dinamismo social.
Santiago López Torrado es educador y escritor.
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