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Columna
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Una boda acorazada

Manuel Vicent

Aunque su nombre no lo indica, una boda real está fuera de la realidad, por eso hay que crearle de la nada un espacio propio y rodearla de unas figuras de ficción, lo más parecidas a las aves del paraíso y a los pavos reales, esas especies protegidas que despliegan sus plumas de colores en esta clase de eventos. Se ha casado el heredero de la Corona, Felipe de Borbón, con la periodista Letizia Ortiz y tanto la ceremonia católica como el paseo en Rolls por las calles de Madrid han discurrido sobre un espacio bien olfateado por un batallón de perros policías, en este caso mucho más efectivo que el de los antiguos alabarderos. Días antes de la boda estos perros amaestrados habían pasado su hocico como una aspiradora por sótanos, galerías y portales de trayecto nupcial sin ahorrarse las naves de la catedral de la Almudena y su cripta del sagrario para detectar en el subsuelo cualquier microbio amante de la dinamita. Hasta el fondo de los cálices y copones de oro llega hoy la paranoia.

También en las alcantarillas de la ciudad se había censado hasta la última rata y ayer durante todo el festejo desde las azoteas asomaban los mil ojos de plomo de los rifles telescópicos y esa armadura era muy visible bajo un cielo sellado y lluvioso por donde volaba un avión AWACS de la OTAN, capaz de detectar cualquier gesto sospechoso, por ejemplo, si un ciudadano se sacaba una pelotilla de la nariz mientras pasaban los novios. Ésta ha sido una boda acorazada. Pasar por el escáner ya es una forma de vida. La alta seguridad se ha convertido en una categoría filosófica de nuestra cultura y esta boda real ha puesto en evidencia que los tiradores de primera y el olfato de los perros han sido tan valorados o más que los propios contrayentes.

La lluvia ha respetado a los invitados de menos peso durante el paseíllo sobre la alfombra roja hasta la catedral. Primero entraron en medio de un barullo de pamelas y chaqués oscuros las aves de menor categoría social, políticos, artistas, literatos, periodistas, financieros, deportistas, toreros y gente de cacería, mientras las nubes se iban cargando y parecían despreciar su valor. Por la forma pastueña y autosatisfecha de caminar no merecían nada más que algún grito efusivo del público que aún no había abierto el paraguas, pero a medida que llegaban reyes destronados, príncipes herederos, monarcas reinantes, emires con turbantes y otros aristócratas cojitrancos y enmedallados su paso se hacía más solemne como pidiendo que el don de la lluvia cayera sobre ellos. La bella Rania de Jordania sin pamela, el elegantísimo Mandela de negro, apoyado en el bastón y el príncipe de Gales con chaqué gris como corresponde vestirse para una ceremonia por la mañana fueron casi los únicos elementos exportables, si se añade a los abuelos de Letizia que exhibían una elegancia natural, de dentro a afuera, porque se creen lo que son y nada más. De modo que en cuanto salió de palacio sobre la alfombra roja el Príncipe del brazo de la Reina, seguidos del Rey en compañía de su hermana, comenzó a llover a cántaros y en el cancel de la catedral se creó una confusa melaza de agua, uniformes y gasas y allí ya eran lo mismo las pamelas y las mitras de los obispos y cardenales.

El agua de mayo caía como una bendición natural mucho más fecunda que la que le iba a proporcionar Rouco Varela a Letizia dentro de la catedral. La novia llegó en Rolls bajo el placer de un furioso aguacero que la coronaba y el espléndido gallo del Príncipe la esperaba inquieto al pie del altar donde a renglón seguido ambos cayeron en poder de la Iglesia y ninguno de los invitados cometió la torpeza de mirar hacia arriba donde están los infames vitrales, sino al rostro bellísimo de la novia. Durante la ceremonia nupcial Menchu Álvarez leyó de forma admirable la epístola de san Pablo y el cardenal Rouco quedó a una distancia infinita de esta abuela asturiana de Letizia al soltar una plática más antigua que la lana, llena de lugares comunes acerca del amor como factor de la procreación.

Pero bien mirado los príncipes han venido a este mundo a fecundar porque el destino de una monarquía lo gobierna el azar seminal y de él depende hoy la política. Antiguamente las bodas reales se urdían para anexionar reinos, para realizar pactos de familia, para formalizar la paz después de una guerra o por otras razones diplomáticas, siempre de conveniencia. La boda del príncipe heredero de la Corona, Felipe de Borbón, con Letizia Ortiz, más allá del amor que se expresaban con una mirada húmeda, vencida, tal vez se ha celebrado para incorporar la parte republicana de España a la Casa de Borbón.

A la salida de la catedral los novios han pasado bajo los sables de los militares compañeros de promoción del príncipe, aunque eran más auténticas las espadas de lluvia que en ese momento caían sobre la pareja enamorada. Durante el paseo en Rolls por las calles de Madrid hasta la iglesia de Atocha un público paciente y alborozado los vitoreaba desde las aceras, pero cada dos metros había un policía cara a la gente vigilándola, no fuera que tanta felicidad liberara alguna bomba. En esta boda real ha habido dos protagonistas: la lluvia libre y el férreo control de seguridad, lo que significa fecunda paz en medio de un terror ya irreparable.

Letizia Ortiz, a su llegada en automóvil a la catedral de la Almudena.
Letizia Ortiz, a su llegada en automóvil a la catedral de la Almudena.EFE

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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