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IDA y VUELTA
Columna
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Hacer el indio

La multiculturalidad se nos vende como un reino de tolerancia abierto a todo del mundo. Si se enfoca un poco, se advierte una preferencia por una multiculturalidad minoritaria, cuanto más exótica mejor, que, rebozada de espiritualidad, alimenta el espejismo cosmopolita. Este reduccionismo configura una engañosa jerarquía de prestigios. Por ejemplo: una mezcla de inglés, alemán y francés nunca será tan multiculturalmente correcta como un rezo tibetano a palo seco. Mientras las culturas potentes sufren la erosión de los tópicos, lo multicultural transmite un estado de ánimo más que una idea. Las culturas desvalidas, que necesitan de estos mecanismos propagandísticos para dar fe de su existencia, son utilizadas por el Primer Mundo como coartada para perpetuar un esnobismo que desvirtua el compromiso de los que sí se acercan al mundo con una comprometida curiosidad (Miquel Barceló escribe en sus diarios africanos: "Como era Nochebuena, les he contado a los Dogón la vida de Cristo, luego la de Caravaggio, la de Frankenstein y la de Billy el Niño. Las he mezclado un poco todas. Les ha causado una gran impresión").

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¿Qué importa que Inglaterra, Francia, Italia o Alemania sean países tremendamente multiculturales que, precisamente porque tienen niveles de inmigración que cuadruplican los nuestros, defienden su patrimonio? No tomamos a esos países como ejemplo y preferimos la caricatura solidaria con los países pobres, a los que tratamos con un paternalismo de nuevo rico. En la rua de Carlinhos Brown, un actor entrevistado a pie de calle definió así su pasión brasileña: "Samba, Ronaldinho, caipirinhas y tías buenas", un diagnóstico que recuerda el de los hooligans que, con retintín suficiente, reducían la cultura española a tricornios, toros y castañuelas. Mostrar recelos por una diversidad de laboratorio que sustituya al conocimiento de lo propio (producto, a su vez, de una sedimentaria multiculturalidad), se considera un síntoma de conservadurismo. Aplicada a la cultura, esta indiferencia por lo propio resulta aún más escandalosa que en otros ámbitos. Si uno finge ser más rico de lo que es, allá él. Pero la cultura debería proporcionarnos instrumentos para identificar gatos y liebres. Sin embargo, el timo se subvenciona a todo trapo, y va imponiendo un boyante negocio de la impostura diversificada, de narcisista listón bajo, que reduce lo propio a una desprestigiada y decadente antropología.

A principios de la década de 1990. Clara Valverde (Barcelona, 1956) trabajó como asesora sanitaria con las comunidades indias de Quebec, en los poblados de los indios cris. En su reciente libro En tránsito de sueño en sueño (El Cobre), que narra su experiencia de aquellos años, escribe: "También el movimiento de defensa de los indígenas estaba lleno de la llamada 'tribu de los wannabees' (want-to-be, 'los que quieren ser'), apodo que los indígenas de Norteamérica dan a los blancos que intentan adoptar sus costumbres, vestimentas y ritos. No quería ser confundida con un wannabee, ya que pienso que todos tenemos nuestras propias raíces, que podemos ignorar o celebrar. Pero el adoptar las de otros me parece una forma de acatar el imperialismo". La reflexión de Valverde es oportuna. Hoy estamos en una fase aún más perversa: transformar la multiculturalidad en un nuevo imperialismo que, mientras impone su franquicia, arrincona y desactiva lo indígena (acumulación de experiencias que configuran una identidad en constante evolución). Y, mientras tanto, allí estamos, disfrazados de eufórica tribu de wannabees, aporreando tambores, deseando ser cualquier cosa menos nosotros mismos y que ya no sea necesario ser culto para parecerlo.

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