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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La seducción de un dictador

Era durante la sobremesa o después de cenar, frente al té y los dulces, cuando Adolf Hitler (1889-1945) gustaba de la charla distendida. En esos momentos solían rodearlo sus colaboradores más íntimos: las secretarias, los ordenanzas y sus esposas, el chófer y a menudo invitados ocasionales de alto rango. Entonces, el Führer no voceaba con su agresividad inusitada, como en sus discursos a la nación, ni tampoco chillaba como haría hacia el final de la guerra. Antes bien, se mostraba afable y hasta "encantador", sobre todo con las damas, que lo escuchaban con un embeleso fanático, devorándolo con ojos que hasta sabían encontrar atractivo a aquel fantoche medio asexuado, peinado como un "proxeneta", según lo caracterizó Klaus Mann.

LAS CONVERSACIONES PRIVADAS DE HITLER

Introducción de Hugh

Trevor Roper

Traducción de Alfredo Nieto, Alberto Vilá, Renato Lavergne y Alberto Clavería

Crítica. Barcelona, 2004

604 páginas. 47,46 euros

Hitler, locuaz como un iluminado, esgrimiendo la lógica implacable de cuantos se creen justificados por la posesión de la única verdad existente, explicaba a los suyos con largueza las magníficas visiones de futuro que presumía para su Alemania y para sus alemanes de raza "aria", llamados a crear un imperio milenario donde sólo cabrían ellos y sus esclavos. Con babosa añoranza, se refería también a su vida pasada: rememoraba su dura niñez en la polifacética Austria supranacional, imperio donde convivían tantas culturas pero que con su nefasta existencia consternaba ya su corazoncito nacionalista de vástago perteneciente a una minoría diferente que reivindicaba su grandeza. Con orgullo recordaba su heroica adolescencia de incipiente agitador, enfrentado a su padre -tibio funcionario del "Estado opresor"-, así como las trifulcas con los profesores "vendidos" que trataban de apagar la llama revolucionaria que lo iluminaba. Reflexionaba en voz alta asimismo sobre los años decisivos de la I Guerra Mundial, cuando "lleno de idealismo" luchó en el bando alemán. La contienda le enseñó filosofía: "Llevaba las obras completas de Schopenhauer a todas partes" (de qué manera entendió al filósofo de la piedad universal, favorito también de Thomas Mann, causa pavor); y, también, una rotunda enseñanza existencial: "Comprendí que la vida es una lucha cruel y que no tiene más fin que la conservación de la especie. El individuo puede desaparecer con tal de que haya otros hombres para sustituirlo". Gustaba de relatar con fervor su gloriosa marcha triunfal hacia el poder: el fracasado alzamiento de 1923, que le valió el glorioso encierro en Landsberg; su Mein Kampf y el triunfo sobre sus adversarios políticos gracias a la fe de unos seguidores fanáticos que con lágrimas en los ojos militaban a todo trapo por la más justa de las causas: la restauración del honor de la doncella "Alemania", violada por la bárbara Europa.

El dictador disertaba sobre política internacional. Con paternalismo recriminaba a sus enemigos su ceguera, sobre todo a los ingleses, con quienes le gustará haberse aliado contra Rusia. Admiraba la "valentía" de Mussolini al implantar el fascismo en Italia, aunque censuraba su debilidad por confraternizar con la aristocracia y la monarquía. Temía y respetaba a Stalin, "mitad bestia, mitad gigante", como a un digno adversario. Desconfiaba de Franco y le disgustaba Serrano Súñer ("un ser por el que sentí profunda repugnancia"). Aborrecía el olor a sacristía que reinaba en toda la "revolución fascista" española: los curas, esos "abortos ensotanados", habían puesto en el punto de mira incluso a la genuina Falange. Con todo, quizá la "División azul", al mando del general Muñoz Grandes -compuesta por "camisas azules puros"-, se alzase de nuevo contra Franco y derrocase su poder. Hitler odiaba a la Iglesia católica, cuya piedad era una máscara hipócrita que encubría su famosa brutalidad histórica: la quema de herejes y la alevosía al asesinar a sus enemigos; él, en cambio, ajusticiaba a cuantos se le oponían con limpieza y sin crueldad. Y hasta observaba singulares paralelismos entre el pasado y el presente: "Nerón nunca incendió Roma, fueron los cristianos bolcheviques quienes lo hicieron, del mismo modo que también pegaron fuego al Reichstag en 1932".

Ahora bien, la palma de las aversiones políticas de Hitler se la llevaba "el judío internacional", único culpable del mal de Europa. Churchill era un mero "títere de la judería que mueve los hilos de todo". Roosevelt, también de sangre judía, "un borracho empedernido". "Los judíos", sentenciaba, "son los seres más diabólicos que existen, y al mismo tiempo los más estúpidos. No tienen un músico ni un pensador. Nada de arte, menos que nada".

El Führer abordaba otros te-

Esta edición, tan cuidada y, por primera vez, íntegra en castellano -faltaban los numerosos comentarios sobre la situación en España-, merece los elogios. Y aunque el personaje sea tan detestable vale la pena conocer cómo discurría, pues el modo de pensar de los fanáticos, de estos grandes simplificadores de ideas, mesías todos de la "libertad", de mentes ásperas, turbias, estrechas, rígidas y crueles cambia poco a lo largo de la historia; y lo peor es que causa muchos muertos.

Adolf Hitler, con la nieta de Richard Strauss.
Adolf Hitler, con la nieta de Richard Strauss.AP

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