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Columna
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Decidir nuestro futuro

Escribía Iñaki Anasagasti en Deia el 6 de octubre de 2002: "Nos queda pues un arduo trabajo de recuperar a quienes son propensos a entender nuestras propuestas, sobre todo después de comprobar cómo Llamazares, Sartorius, Maragall, Madina, Tusell, Aguilar, Carnicero, Gabilondo, María Antonia Iglesias y varios más han recibido la propuesta del lehendakari tan de uñas. En unas horas nos hemos quedado sin nadie". Estas palabras reflejan a la perfección el efecto que tuvo la presentación ante el Parlamento vasco el 27 de septiembre de 2002 lo que en aquel momento recibió la denominación de Una iniciativa para la convivencia. Rechazado incluso por aquellos que, en otras muchas delicadas cuestiones, habían manifestado siempre comprensión (aún desde la discrepancia) hacia el nacionalismo vasco democrático No encuentro mejor indicador de la fragilidad de origen del llamado plan Ibarretxe. Ahora bien: ¿no es hasta cierto punto lógico que un proyecto político novedoso, propositivo, complejo, sea en principio recibido con cautela y hasta con críticas? Tal era, parece, la convicción del PNV: "Queda por tanto -continuaba Anasagasti- un serio intento de explicación, de desmenuzamiento de la iniciativa, de recuperar a esos pocos amigos, que ahora nos critican abiertamente en sus tertulias, de desmontar con argumentos las acusaciones...".

Ha pasado año y medio desde que Anasagasti escribiera esas líneas. Nadie podrá poner en duda el laborioso esfuerzo realizado por el lehendakari Ibarretxe para explicar su proyecto a propios y a extraños. Ello no obstante, nadie podrá negar, tampoco, que los apoyos al plan no han aumentado ni un ápice. Cuando estoy redactando estas líneas leo dos noticias que apoyan esta afirmación. La primera: tras reunirse con el presidente del PNV, Josu Jon Imaz, el coordinador general de EB-IU, Javier Madrazo, considera que el plan Ibarretxe está "acotado" de tal manera que no ve probable una aproximación de las posturas mantenidas al respecto por PNV-EA y las de su propia formación. La segunda: en su comparecencia ante la Comisión de Autogobierno del Parlamento Vasco el secretario general de ELA, José Elorrieta, advierte que sólo apoyarán el plan Ibarretxe si se encamina claramente hacia un proceso soberanista, pero no si se limita a una "regeneración estatutista".

Nada se ha avanzado, pues, en todo este tiempo. Más aún, cabe sostener que si todavía hoy, año y medio después de su presentación, el lehendakari y los partidos nacionalistas que lo apoyan continúan hablando de su plan en los términos en que lo hacen (como una propuesta de diálogo, no nacionalista, incluyente, abierta, respaldada por una mayoría social, destinada a ser sometida a consulta en breve) es, exclusivamente, gracias al cada vez más incomprensible apoyo que EB-IU ha dado al proceso de desenvolvimiento parlamentario del citado plan. De no haber sido así, Ibarretxe se hubiera visto obligado a retirarlo o, en todo caso, a modificarlo. El apoyo mismo de EB-IU se tornará cada vez más problemático pues, como plantea Miquel Caminal, "el federalismo se hace necesario históricamente como alternativa al nacionalismo a partir del momento en que se hace evidente la imposibilidad de un nacionalismo para todas las naciones".

En estas condiciones, seguir repitiendo el mantra de que los vascos tenemos el derecho a decidir libre y democráticamente nuestro futuro empieza a resultar estomagante. ¿Tenemos, acaso, un futuro sobre el que decidir? Esta es la cuestión. Hoy por hoy, los vascos no tenemos un futuro sobre el que decidir. Lo que tenemos es una panoplia de futuribles más o menos imaginativos -desde la comunidad libre asociada del PNV hasta la república vasca de EA, pasando por el federalismo de libre adhesión de IU-EB o el Estatuto reformado del PSE-, yuxtapuestos, sin cauces para la comunicación y el acuerdo. Estamos entre el desbordamiento (Egibar) y el recrecimiento (Eguiguren) estatutario. En esas estamos. Unos vascos decidiendo su futuro contra otros vascos.

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