La buena violencia
Abunda últimamente en los festivales el cine llamado duro. La dureza está de moda, se vende, hay demanda de ella, y esto contamina a los festivales, que debieran sortear los mandatos de los mercados pero, aunque lo disimulen, se someten a ellos. Me refiero obviamente a la mala dureza, esa que alienta la violencia por la violencia, caldo moral donde crece todo fascismo. Sin embargo, ayer, en Cannes, hubo un día de cine duro, muy duro, pero la dureza que llenó los filmes estaba hecha de violencia liberadora, de buena violencia.
Qué duda cabe de que, cuando a Quentin Tarantino se le calman los picores del divismo y su mirada se serena y se carga de buena mala uva, la libertad y la inventiva se adueñan de la pantalla. Hace violencia, juega abiertamente a ello, y en su juego hay nobleza, inventiva, desparpajo. Derrocha insolencia su Kill Bill
2, que cierra el arco de la leyenda que inventó hace un año para que echara a volar Uma Thurman en Kill Bill 1. Y vuela la actriz en este tremendo y gozoso final de su estruendoso itinerario vengativo contra el villano David Caradine y su guapa gentuza.
Se pasa maravillosamente acompañando a Uma Thurman en sus feroces encuentros con Michael Madsen y Daryl Hannan, cuya truculencia alcanza vibraciones de humor irresistible, aunque haya que esperar a su eminente cara a cara final con David Caradine para encontrar el momento de calma genial que esconde toda genuina imagen de violencia. Es la misma violencia que llenó de aire libre algunos espacios sagrados del cine clásico, como los del western y el cine negro, que son inagotables depósitos de la buena violencia que ahora rescata con ingenio y astucia Quentin Tarantino, en la que parece aspirar a ser su mejor película o, al menos, la que contiene mejores momentos, algunos apacibles y otros terroríficos, unos y otros auténticos estallidos de gracia.
Tarantino arranca ironía de los rituales de la lucha a muerte y hace en Kill Bill 2 -con materiales de derribo tomados de prestado al cine de samuráis, a las sagas de artes marciales y al spaguetti
western-, cine de extraordinaria fuerza lúdica, una mina de gozo. Pero, en sus antípodas, el gran y oscuro cineasta coreano -en España completamente desconocido- Park Chan-wook nos mete de bruces en medio de una intransitable ciénaga humana. Es el espantoso cenagal urbano de Old
boy, en el que asistimos al lento desvelamiento de un torcido y retorcido nido de víboras de la más sórdida estirpe trágica.
Convierte Park Chan-wook un popular cómic japonés en un filme negro de amor desatado, un cruce de pasiones completamente enloquecidas y movidas con tremenda violencia y negrura. Se trata de una hiperficción, pero no obstante hay verdad en la convulsa trama que propone el filme, porque hay poesía en su médula y porque ésta es movida por el pesimismo sincero e inteligente de un cineasta que tiene un auténtico taladro en la mirada.
Park Chan-wook tiene algo de esteta suicida, de los que no admite treguas ni zonas balsámicas en la tensión emocional de sus películas, que alcanza por ello una intensidad casi insoportable. El cineasta coreano es de los que piensan que quienes hemos cruzado conscientes la línea fronteriza del siglo XX tenemos que aceptar que nos adentramos en un tiempo crítico, cuyo único motor es la violencia. Es Park Chan-wook un hombre de espíritu calmoso que odia de forma ilimitada el poder, pero que domina su cólera para así poder trasladarla a sus películas y darles a éstas fuerza para representar las cóleras comunes en que estamos sumergidos los hombres de este tiempo: la cólera que anida en el interior de la familia, del trabajo, de la educación e incluso del amor. De esto se alimenta el doloroso y violentísimo t
hriller que ha traído a Cannes este extraño cineasta de la asfixia y la encerrona contemporáneas.
Es también la asfixia moral, la ley de la encerrona, la atmósfera en que deambulan y se ahogan los desoladores personajes de La ni
ña
santa, película de la argentina Lucrecia Martel que ha sido realizada en coproducción con España. La niña santa tiene algo de prolongación natural de La
ciénaga, primera película de Lucrecia Martel que obtuvo resonancia universal después de su triunfo, hace unos años, en el Festival de Berlín. Esta segunda película de la cineasta argentina nos lleva, casi nos arrastra, al mismo mundo estancado y arrinconado de la pequeña burguesía provinciana argentina, cuya vida quieta y sin horizontes se nos abre aquí de nuevo en un triste rincón. Y hay también violencia -otra violencia, violencia blanda, sofocante, irrespirable- en un filme lento, moroso, casi susurrado, sin apenas acción, de transcurso algo confuso pero hecho con dibujos de gran precisión que llenan la negra galería de personajes a la deriva de esta extraña película, ambiciosa e imperfecta.
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