Intensidad y belleza en Tamara de Lempicka
La Royal Academy of Arts de Londres inaugura hoy una gran exposición de su etapa 'art déco'
Desde hoy, 15 de mayo, y hasta el 30 de agosto, la Royal Academy of Arts de Londres dedica una amplia retrospectiva a una de las pintoras más brillantes de la primera mitad del siglo XX: Tamara de Lempicka. Se exhiben más de cincuenta cuadros de su época más valorada, la que transcurre desde los inicios de los años veinte hasta los primeros cuarenta, una etapa íntimamente vinculada al art déco, el estilo del que la artista es una de sus referencias obligadas. Fue una de las mujeres más bellas y de vida más intensa de los "locos años veinte". Dominó la noche del París más enloquecido y vanguardista, consiguió fama y dinero con sus cuadros, fue respetada por la alta sociedad y la intelligentsia europea y estadounidense, y deslumbró con su talento y vitalidad.
Fue Hollywood quien consiguió recuperarla, 14 años después de su muerte, del olvido
Lempicka pertenece a esa selecta tribu de los creadores en los que su vida resulta tan fascinante como su obra y en la que, presumiblemente, no sería comprensible la una sin la otra. De su vida se sabe que nació entre 1895 y 1900, y que pudo haberlo hecho en Varsovia o, más probablemente, en Moscú, imprecisiones todas ellas achacables a su inmoderada coquetería y al amor que sentía por el primero de sus maridos, el polaco, aristócrata, bello e inútil primer marido Tadeusz Lempicki, al que conoció en uno de los bailes de disfraces habituales de la alta sociedad de San Petersburgo y con el que tuvo su única hija, Kizette, en 1916, por más que la dama afirmara posteriormente que había nacido en París en 1918, hasta que superada la pubertad decidiera presentarla, por la omnipresente coquetería, como su hermana pequeña.
Lo cierto es que a Tadeusz y a Tamara la revolución bolchevique de 1917 -los 10 días que estremecieron al mundo- les cogió totalmente desprevenidos. Ella pudo escapar a tiempo y él fue detenido por su vinculación con los rusos blancos. El amor de la bella Tamara y, al parecer, algún favor sexual a quien tenía capacidad para lograr la liberación y el posterior exilio de Tadeusz, les permitió llegar a París sanos y salvos y, naturalmente, sin dinero. Un París aquel de 1918 en plena ebullición creativa, que acogía indistintamente a nobles rusos reconvertidos en taxistas o a pintores -Picasso, Braque, Gris...- que habían roto ya los moldes de lo establecido.
Clásicos y modernos
Los Lempicki malvivieron los primeros años de su amargo exilio. Tadeusz, por supuesto, se negó sistemáticamente a esa ordinariez social que es trabajar para sobrevivir. Fue la hermana de Tamara, futura arquitecta, la que le animó a desarrollar su juvenil afición y disposición para la pintura, pues, influida por su abuela, había gozado con la contemplación de los grandes pintores del renacimiento en sus periódicos viajes a Italia. Roma, Florencia, Bellini, Botticelli...; después el Louvre, Caravaggio; más tarde Ingres -los expertos señalan Grupo de cuatro desnudos femeninos (1925), Andrómeda (1927) o Mujeres bañándose (1929) para ratificar la influencia del último de los citados-. Lempicka asimilaba las enseñanzas de los clásicos y de los más modernos. Uno de sus maestros vivos, André Lothe, le explicó las posibilidades de acercar el vanguardista cubismo al clasicismo academicista. La genial pintora estaba a punto de deslumbrar a la sofisticada sociedad parisiense de los años veinte con un estilo inconfundible en el que sintetizaba las aparentemente dispares influencias: una indudable fascinación por los cuerpos humanos, por la primacía de la sensualidad que desprenden sus volúmenes, por la luz y por la sabia utilización de una suave geometría. Sus cuadros empezaban a venderse bien, y las galerías y salones de la capital francesa empezaban a disputarse sus obras. La Exposition internationale des arts décoratifs et industriels
modernes, en 1925, consagró el art déco y, con él, a Tamara de Lempicka.
La recuperada bonanza económica familiar, el talento de la artista y la efervescencia de una ciudad que marcaba las pautas del arte mundial convirtieron a Tamara en una de las grandes estrellas ciudadanas. Rica, hermosa y con una voluntad de hierro forjada al amparo de unas aguerridas damas eslavas -abuela, madre y tías- que superaron todos los obstáculos, desde el suicidio del padre cuando la artista tenía cinco años hasta la caída del zar y la de su dorada y dulce far
niente, Lempicka era capaz de cuidar de su hija, atender al inútil y bello marido, soportar sus malos tratos, pintar como una descosida, brujulear por la noche más golfa de París para satisfacer su ardiente bisexualidad, y reunirse con la flor y nata de la bohemia y la intelligentsia: Marinetti -su popular Autorretrato en el Bugatti
verde, de 1925, es un evidente homenaje a la segunda oleada del futurismo-, Gide, Léger, Dalí, Gertrude Stein y un largo y espectacular etcétera, ayudada, eso sí, por una notable adicción a la cocaína.
Hollywood
En 1928, el abogado y noble Tadeusz decidió tirar la toalla de un matrimonio infernal, estimulado probablemente por el incipiente idilio y posterior casamiento con una anodina y millonaria polaca. Tamara entró en crisis: depresiones, tratamientos psiquiátricos..., la resaca de los excesos y de lo inesperado. El retrato que estaba pintando a su marido en 1928, año de su deserción, y que no acabó, lleva por título el expresivo Retrato de hombre inacabado.
Años más tarde, en 1933, se volvería a casar con un rico hombre de negocios alemán, el barón Kuffner, con quien compartió un nuevo periplo vital alentado, sin duda, por el emergente nazismo, pues los dos eran de origen judío: Nueva York, Houston, Los Ángeles..., donde dejó huella de su irresistible glamour: Greta Garbo, Orson Welles y Rita Hayworth, entre otros, eran habituales de sus grandes fiestas. Y fue Hollywood quien, 14 años después de su muerte consiguió recuperarla de un tan injusto como indiscutible olvido: el 19 de marzo de 1994, la sala Christie's, en Nueva York, subastó la colección de arte de Barbra Streisand. Adán y
Eva, el cuadro de Lempicka pintado en 1931, fue adjudicado en dos millones de dólares, cifra equivalente a una de las mejores críticas que artista alguno puede recibir en estos tiempos en los que hasta el cariño verdadero se compra y se vende. Después, la locura coleccionista de los nuevos ricos: Jack Nicholson, Madonna....
Tras la muerte del barón Kuffner en 1961, decidió instalarse con su hija en Cuernavaca (México) hasta el fin de sus días, en 1980. Sus cenizas fueron arrojadas desde un helicóptero sobre el volcán de Popocatépetl por expreso deseo de la pintora. Unos vivieron bajo el volcán: ella reposa dentro.
Bronca, poema y topacio
Contaba Andrea Blanqué en su artículo Ascensos y caídas de Tamara de
Lempicka, en la mexicana La Jornada
Semanal, que fueron Octavio Paz y su mujer Marie-Jo los que en 1977 telefonearon a la pintora para anunciarle la inminente publicación de un libro que el exquisito editor italiano Franco María Ricci le dedicaba, y en el que la reproducción de 40 de sus obras, con el lujo habitual del sello FMR, supondría una justa y grata reparación ante el relativo silencio que la envolvía desde hacía tiempo.
El problema es que junto a las lujosas reproducciones, Ricci había incluido unas desagradables notas de Aelis Mazoyer, ama de llaves de D'Anunzzio, en las que relataba, al parecer desde el rencor de los celos, las grandes broncas que en 1925 mantuvieron el fino estilista italiano de las letras y la dama, en los escasos días que Lempicka se alojó en Il Vittoriale, la villa que tenía el escritor en Gardone. Ella quería hacerle un retrato y él quería acostarse con ella. Por la villa deambulaban varias de las amantes del amante latino: la princesa de Piemont, Carlotta Barra, Luisa Beccara... y, naturalmente, su fiel cronista Aelis Mazoyer. Fue un encuentro desastroso en el que ni ella ni él consiguieron los objetivos previstos.
En honor a la verdad, y quizá eso explique en parte el mundanal éxito del escritor, D'Annunzio asumió la derrota y tras su marcha le hizo llegar un poema, La Donna d'Oro, y un gran topacio montado en un anillo de plata que Tamara no se quitaría jamás, ni siquiera al ser incinerada y posteriormente espolvoreada en el cráter de su amado volcán de Popocatépetl.
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