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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Cuidar del rebaño

Walter Lippmann fue un columnista muy conocido en el pasado siglo, asesor de varios presidentes norteamericanos y, según se nos informa en esta edición, comentarista político admirado por Franklin D. Roosevelt. Su trayectoria como periodista fue algo parabólica: empezó siendo lo que los norteamericanos consideran un joven liberal, es decir, un "progresista", término que en Estados Unidos, tanto como aquí, tiene una amplísima variedad semántica. Al periodo "progresista" de Lippmann corresponde el presente ensayo, escrito cuando el autor tenía 32 años y publicado por primera vez en 1922. Lippmann intervino después en la guerra como experto en inteligencia militar, actividad que no cabe suponer fuera de corte "progresista", y terminó como columnista fijo en el Herald Tribune, órgano situado en los antípodas de cualquier especie de progresismo que pueda imaginarse.

LA OPINIÓN PÚBLICA

Walter Lippmann

Traducción de Blanca Guinea Zubimendi

Langre. Madrid, 2004

322 páginas. 15,50 euros

La opinión pública es todo un clásico de las escuelas de periodismo, no sólo porque describe de forma desembozada y descarnada el papel de los medios de comunicación, en especial el de la prensa escrita, en la construcción de una visión manipulada de la realidad, sino porque retrata de forma poco edificante lo que la prensa -y sus profesionales- piensan del público que los atiende, los sigue, los consulta y los alimenta. En este sentido -como en muchos otros-, el libro es muy ambiguo. Nunca se sabe si su autor deplora esa capacidad manipuladora de la prensa o si está muy orgulloso de detentarla y, si acaso, lo que pretende es que los "líderes de la opinión" sean conscientes del enorme poder que tienen en sus manos. De hecho, a los periodistas les gusta mucho autoexaltarse, como hacen sus primos hermanos los publicitarios, y ponerse como decisivos en todo cuanto tocan. Así, cuando no se presentan como "liberadores" (a la manera de Woodward y Bernstein frente a Nixon en el caso Watergate) reclaman que se les considere como Cuarto Poder en las sociedades democráticas. Lippmann participa de esta autocomplacencia pero, por otro lado, lo mismo que muchos otros intelectuales de los años veinte, no tiene muy buena opinión de su público: una masa informe, un "rebaño desguarnecido" lo llama en otro libro, una tropa dominada por prejuicios y atavismos, alimentada de tópicos y de fragmentos de la realidad, y ganada por una conciencia y decisión fácilmente instrumentalizables por políticos advenedizos, astutos propagandistas, escritores inescrupulosos y "líderes de opinión" que tejen, entre los borregos y lo real, una tupida red de estereotipos. La teoría del estereotipo, y no las ideas de Lippmann sobre la masa, un tanto pasadas de rosca, es la parte más sustancial de esta obra, entre otras razones porque el libro deja en claro que los estereotipos que, como el velo de Maya, impiden acceder a la verdad, no sólo afectan al público sino además a los propios profesionales de la prensa y la comunicación, que están llamados a administrarla. En el ideal de Lippmann, pues, cabe pensar en una sociedad perfecta que gestione la opinión pública a través de intelectuales libres de estereotipos -sobre todo periodistas- que, como los filósofos-reyes en la República de Platón, nos pongan a salvo de la chusma y sus borregadas y cuiden del rebaño. Todo esto, naturalmente, es muy discutible, pero sobre todo es antidemocrático. Y en una sociedad como la norteamericana, que se precia de respetar la opinión de todos sus miembros, sin distinción de ninguna especie, era sin duda revulsivo.

Pero ha pasado mucho tiempo desde la época de Randolph Hearst y de las fantasías de Orwell; y pese a lo que se diga de Berlusconi y de muchos otros magnates de la prensa, el control de la opinión pública es una quimera o una coartada para la persecución. Sin duda la representación tan poco enaltecedora del público que hace Lippmann era ciertamente compartida por autores de la época como Gustave Le Bon o por Ortega y Gasset -cuyo inocultable elitismo en La rebelión de las masas presenta muchos puntos en común con la especie de platonismo mediático que predicaba Lippmann-, pero es inverosímil hoy día. Ni los medios son meros fabricantes de estereotipos ni sus destinatarios son tan fáciles de manipular. Vivimos una época en la que se convoca una manifestación a través de Internet y se organiza por teléfonos móviles, y a la que concurre un público que, por lo demás, no parece gustarle nada que intenten manipularlo, como se demostró en las recientes elecciones españolas. Este libro es, pues, una antigualla que sólo se justifica por reeditarse en una colección que, como la que lo aloja, se titula Inactuales.

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