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Columna
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Laocoonte

"No existe, realmente, el Arte. Tan sólo hay artistas". Así arranca Gombrich su conocidísima Historia del arte. Habla, en realidad, de la variedad de expresiones en el tiempo y de la particularidad de los gustos personales. Él prefiere hablar de arte, sin A mayúscula. En otro lugar habla de objetos bellos (¿sublimes?) hechos con técnicas complejas al alcance de muy poca gente. Hoy los hay más bizarros. Niegan, sencillamente, que el arte exista. Sin embargo, hay algo que los humanos escondemos como algo enormemente poderoso y desconocido a vez. Algo de esto debe haber. Creo que todos hemos experimentado esa sensación que nos sobrecoge el ánimo y nos emociona por razones que no sabemos explicarnos bien. Nos gusta. Eso es arte para cada uno de nosotros.

Para uno mismo, los Cubos de Moneo en San Sebastián adulteraban el pastiche arquitectónico general de esa ciudad-playa. No me gustaban, vaya. Me faltó, sin embargo, ver en su interior el paraguas abierto de José Luis de la Calle, como si de su corazón se tratara (acto de 2002), para que todo él cobrara vida. Desde entonces los veo con gusto; algo me emociona de ellos también desde el exterior y en el paisaje de la ciudad.

El proyecto Artium nos está reconciliando a más de uno con el arte de las postvanguardias y el coetáneo. No éramos, en principio, muy partidarios de instalaciones, pop, vídeos, etc. Sin embargo, un material bien escogido, cierta iconoclastia al retroceder hacia las vanguardias y una más que correcta exposición de las obras -además de esa interesante actitud dinámica y de difusión que mantiene-, hacen del museo un recinto digno de ser visitado con regularidad.

Resulta especialmente reseñable estos días la temporal Laocoonte devorado. Arte y violencia política. Con la que cae aún en el paisito; recientemente, en Madrid; lo que ocurre en Irak, etc., el tema resulta un atrevido acierto. El título es el idóneo. No les cansaré hablándoles de Laocoonte (personaje de la mitología que suele representarse rodeado de serpientes). Baste con saber que por resultar radicalmente humano y lúcido (¿por ser libre?), y atreverse con las leyes de los dioses comunitarios, fue objeto de la violencia de éstos y sus secuaces durante la guerra de Troya. Uno tiende a creer que quienes nos sentimos libres aún no sabemos proteger suficientemente a nuestros propios Laocoontes.

Los comisarios de la exposición buscan con ésta aportar nuevas visiones sobre el tema. Que no sea exclusivo de políticos y analistas. Que otras visiones, quizá más complejas, desde luego distintas, se expresen en la plaza de la opinión pública. Lo consiguen. Se dicen cosas que las palabras no alcanzan a explicar. Si las imágenes de las torturas de Irak nos han sobrecogido, la exposición produce en ocasiones emociones más poderosas. Las obras -no podía ser de otro modo- no tienen todas el mismo nivel; para mí, claro.

Y si a uno le preguntaran qué recomendaría, se quedaría con un circuito monográfico que recorriera las dieciséis calcografías de Goya Los desastres de la guerra, a las que acompañan otras tantas fotos de hechos ocurridos en los últimos años, reconocibles por todos nosotros (hasta el 11-M). Deténganse en especial y vean el grabado Estragos de la guerra, amasijo de cadáveres con una mujer en primer plano, acompañado de la foto de un vagón destripado en Atocha en el que se vislumbra el cuerpo de una mujer como si de una muñeca de cartón arrojada en un vertedero se tratara. Aparte de la hermosura cruel del recorrido, la expresividad con que queda reflejado todo -no les voy a descubrir ahora a Goya-, parece querernos decir que la violencia más cruda es de todos los tiempos. Que no se supera con el paso de los años; que la única frontera entre la violencia y la paz está en el gesto y la actitud decididas por la libertad y el diálogo para resolver conflictos.

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(Y, si les queda tiempo, vean la actual colección permanente, una de las mejores elegidas hasta hoy, y la temporal del fotógrafo y artista visual William Wegman).

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