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La boda civil del príncipe de Girona

Debe de haber ciertas razones inmediatas o estrategias a medio plazo para dar tanta importancia social a la ceremonia matrimonial del príncipe de Girona, persona destinada según la Constitución a ser rey de España en compañía de Letizia. Podríamos poner algunos reparos -como ya han hecho ciertos medios de comunicación y diversas tertulias menos recatadas- respecto al volumen publicitario y económico de toda esa operación.

No sé si es demasiado justo y decoroso gastar -y difundir tan aparatosamente- los millones de euros que vamos a pagar por ello en un país que presenta tantos déficit en sanidad, en infraestructuras y en educación. Ya sé que estos déficit están a otra escala y que cambiarían poco con el simple traspaso de los importes destinados a la boda. Por lo tanto, no voy a insistir en este argumento que los conformistas de ambas trincheras acabarían considerando un gesto demagógico. Pero me parece inevitable criticar un tema de mayor alcance conceptual y de consecuencias ejemplares más perniciosas. El Príncipe, como cualquier ciudadano, puede casarse por el rito religioso que le plazca sin tener que dar explicaciones, pero si este rito se convierte en un instrumento de afirmación nacional e institucional, sufragado por todos los españoles, quizá convendría no comprometerse con una de las religiones que teóricamente están implantadas en el país, aunque sea en una minoría que se siente ya defensivamente acuartelada. Una religión, además, de la que los contrayentes se sienten o se han sentido aparentemente muy poco militantes. Este festival público, en caso de ser necesario, ¿no podría concentrarse en el acto de la boda civil, que es lo que marca el nuevo estado en el registro, y dejar para una intimidad secundaria el rito católico, que está en contradicción con otras religiosidades -y antirreligiosidades- igualmente respetables? Me gustaría que, en vez de los curas y obispos llamados a la celebración, viésemos al alcalde de Madrid o al juez de más alto rango presidiendo el compromiso real, un compromiso civil y no eclesiástico, un compromiso civilizado. En tal caso ya me parecería menos criticable el gasto de los festejos. Por lo menos servirían para una pedagogía general sobre la separación Estado-Iglesia y una afirmación de la neutralidad ante las diferencias particulares.

El Príncipe se va a casar en la Almudena, uno de los edificios más feos de España
El enlace debería ser civil para hacer pedagogía de la separación entre la Iglesia y el Estado

Pero aparte de reclamar la laicidad de la escenografía, cabe preguntarse por qué se empeñan en hacerla tan lujosa y tan aparatosa. Seguramente se trata de un sistema de bombo y platillo para conseguir que los oropeles de la monarquía se enraicen forzosamente en los imaginarios populares a través de los sentimientos, ya que no pueden hacerlo a través de la razón. ¿Tan débil se siente la monarquía como estructura estatal y tiene que recurrir a esos populismos que, curiosamente, se ofrecen como contrapopulismos, porque, en vez de repartir dinero, salud y beneficencia como es habitual en la tradición paternalista, exhiben lujo y distanciamiento aristocrático?

Finalmente, una última recriminación. Puestos a pagar estos festejos, habría que exigir, por lo menos, un alto nivel de buen gusto. Las dos infantas se casaron en el ámbito gótico de dos edificios importantes, dos joyas indiscutibles de la arquitectura: las catedrales de Sevilla y de Barcelona. Ahora el Príncipe se va a casar solemnemente en la Almudena, uno de los edificios más feos de España, producto de los estilismos fascistas del franquismo. Para mejorarlo ha sido repintado por un artista desconocido que tiene como mérito personal pertenecer a las sectas más reaccionarias del carquismo nacional. Y he oído decir que participan en la organización una serie de técnicos de gran prestigio cultivados en las habituales cursilerías de las revistas del corazón, entre los cuales destaca con altas responsabilidades el decorador habitual del neorriquismo madrileño. Todo el espectáculo estará dentro de un mal gusto que ya se proclamó ostentosamente en el nuevo chalet del Príncipe y que ha logrado ser el modelo para la nueva alta sociedad democrática, la cual, por lo visto, se parece mucho a la de los estraperlistas de posguerra. Una ocasión perdida. Habría sido aleccionador y esperanzador que se hubieran asumido las responsabilidades cívicas igualitarias, que se hubiera reducido el presupuesto, y que se hubiera pedido la colaboración de profesionales con un poco de buen gusto. Hemos perdido un posible escenario de democratización y de tolerancia.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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