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Los verdugos también mueren

Quien puede lo más puede lo menos. El 9 de mayo de 2004, "Día de la Victoria" y "Día del Ejército", la tropa rusa desfilaba y cantaba su propia gloria cuando la tribuna oficial, supuestamente inviolable, saltó por los aires. En este lugar, el mejor protegido de Grozni, la resistencia chechena ejecutó, entre otros militares con galones, al número 1 de la Administración prorrusa y al comandante en jefe del Ejército de ocupación, conocidos por su salvajismo. Les habría resultado más fácil practicar un terrorismo ciego e indiscriminado; es más sencillo soltar al azar unos coches repletos de explosivos, como en Bagdad, hacer estallar uno en pedazos en los cafés o en los autobuses, a la manera de las bombas humanas de Hamás, o binladenizar y hacer blanco en trenes y estaciones llenas de viajeros, edificios de viviendas e incluso complejos petrolíferos y centrales nucleares mucho más vulnerables que en Occidente. No lo hacen. ¿Y nadie se pregunta por qué?

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No es que les falte rabia, no tienen nada que perder excepto sus cadenas. Ana Politkovskaya, periodista moscovita que ha realizado más de 50 veces el viaje a Grozni, compara Chechenia con un inmenso campo de concentración o con el gueto de Varsovia. En los albores del siglo XXI, lo peor de lo peor en materia de crueldad se desarrolla en este trozo desolado del Cáucaso, a las puertas de nuestra Europa.

Sin embargo, a día de hoy, los desvíos de la resistencia siguen siendo excepcionales, y el terrorismo contra los civiles, incluidos los rusos, es debidamente condenado por las autoridades independentistas, con el presidente Masjádov (único elegido bajo el control de la OSCE en 1997) a la cabeza. Con la fuerza que le da una historia pluricentenaria de lucha incansable contra el imperio zarista, comunista y "yeltsino-putinista", la resistencia chechena ataca a las fuerzas armadas y todavía logra controlar a unos extremistas capaces de caer en la matanza en todas las direcciones del islamismo radical.

Llamo terrorismo al ataque deliberado contra poblaciones desarmadas. En Chechenia, este horror es patrimonio del ejército y de la policía rusos, secundados por milicias y mafias colaboracionistas reclutadas por Moscú. Llamo antiterrorista a la resistencia armada que se opone a estos aparatos represivos tratando de dispensar a los civiles. El atentado del 9 de mayo de 2004 es, por excelencia, un acto de resistencia antiterrorista. Se apunta y se mata al verdugo y a sus hombres de confianza.

En vez de festejar a Putin y darle una vez más luz verde condenando este acto de guerra rigurosamente dirigido, los Gobiernos democráticos, flanqueados por sus indiferentes opiniones públicas, deberían sujetar por la manga a este bombero pirómano. Su cruzada racista amenaza con aniquilar un pueblo, desde luego cuantitativamente pequeño, pero inmensamente valiente: nunca ha cedido, ni ante los zares, ni en el gulag donde Stalin lo recluyó en su totalidad. Ahora que una justa indignación se alza contra los abusos de poder de los estadounidenses en las cárceles de Irak, el abandono total de los desgraciados chechenos librados a una soldadesca sin fe ni ley es un mal augurio para el futuro del mundo. ¿Qué quiere Occidente? ¿Jugar la carta de lo peor? ¿Que la situación afgana se repita? ¿Que las devastaciones físicas, sociales y morales perpetradas por el Estado Mayor ruso dejen la vía libre a los bandidos y a los fanáticos? ¿Revivir la secuencia infernal de talibanes, Al Qaeda y Manhattan? De nada sirve apartar la vista. Es extremadamente urgente ejercer presiones diplomáticas, financieras y morales capaces de incitar a Putin a la prudencia, y por lo tanto, al alto el fuego. Si las consideraciones de estricta humanidad le son ajenas, recordémoselo por el bien de sus intereses seculares y de seguridad. Las "represalias" que anuncia no tendrán ningún efecto sobre quien ya sufre el martirio. El 9 de mayo de 2004 aporta la prueba de que no controla nada. Debe negociar con la resistencia.

André Glucksmann es filósofo francés. Traducción de News Clips

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