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Columna
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Torturas

No saben lo que pasa en el piso de abajo, ni en el patio trasero, ni en la despensa ni en ninguna parte de la gran propiedad que administran. Dicen que no se enteran. Nunca se han enterado. El oído humano es, según parece, un sutil mecanismo que funciona de modo discontinuo y selectivo. Los poderosos son gentes duras de oído. Pero los ciudadanos tampoco nos libramos de esta minusvalía primordial. Aquellos alemanes que no quisieron ver, oír ni oler la carne socarrada de miles de judíos no eran locos de atar ni monstruos sin entrañas; eran gente común y corriente, señores y señoras con mal oído, mal olfato y peor vista.

Cuando el siniestro general Videla derrocó a María Estela Martínez de Perón, el gran Jorge Luis Borges saludó con entusiasmo la interrupción del gobierno constitucional y llegó a decir: "Por fin tenemos un gobierno de caballeros". Hay una triste foto, tomada en el stand de la editorial Emecé en la Feria del Libro de Buenos Aires, en la que puede verse al dictador y al autor de El Aleph departiendo con grandes sonrisas. Videla y sus caballeros sembrarían Argentina de desaparecidos y firmarían una de las carnicerías más lindas de la historia universal de la infamia en Iberoamérica. Pero Borges era el poeta ciego por antonomasia, el Homero de la calle Maipú. Mala vista, mal oído, mal olfato político.

Tampoco el presidente Bush anda fino de oído. Ahora abomina ante las televisiones árabes de las torturas que, naturalmente, no podía siquiera sospechar en su ejército. Un ejército lleno de buenos chicos y de caballeros. ¿Quién podía pensar que algunos prisioneros iraquíes eran víctimas de malos tratos y torturas? El Pentágono admite la evidencia, pero apunta (y dispara) que ciertos interrogatorios eran subcontratados. Deben ser cosas del capitalismo. Algunos de los torturadores retratados practicando sevicias sin nombre, aunque bien conocidas, a los reclusos de la cárcel de Abu Ghraib eran civiles. Torturadores sin fronteras. Dicen que las empresas de "servicios militares" pronto cotizarán en bolsa. También dicen que Irak se ha convertido en el gran bazar de los ejércitos privados, y Halliburton y sus subsidiarias en las empresas más favorecidas. ¿Nadie podía olérselo?

El viejo mito de las guerras entre caballeros es cada vez más eso: un viejo mito. La guerra es por definición un escenario sucio, fementido y canalla. Todas las guerras son un ruido triste, que diría Cervantes; un cúmulo de horrores y miserias. Da lo mismo que se hagan contra un sátrapa como Sadam Hussein o en el nombre de Alá o de Yhavé. Da lo mismo que sean mundiales o locales, al por mayor o al detall. Los gritos de las víctimas son igual de inaudibles en Bagdad o en Madrid, en Arrasate, en el fondo de un zulo como el de Ortega Lara, en Intxaurrondo o en Carabanchel. En Artea, por cierto, han abierto un museo del terror, tan insonorizado como un búnker, silencioso como una capilla.

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