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Movilización social y cambio político

"Sí, fue emocionante. Fuimos muchas y muchos los que salimos a la calle en todo el mundo contra una guerra absurda y reclamando la paz. Pero, al final, nuestra opinión fue ignorada y la guerra empezó. De qué sirvió? De nada". Ésta era, en síntesis, la severa evaluación que, una vez empezada la guerra, mucha gente hacía de las movilizaciones por la paz que hubo hace un año, que fueron especialmente masivas en Cataluña y el resto de España. Los resultados de las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2003 incrementaron esa percepción: "¡Ni tan sólo ha habido castigo para los que menospreciaron la voluntad ciudadana!".

A pesar de esas evidencias, durante estos meses algunos nos hemos esforzado por hacer ver que el análisis del impacto de las movilizaciones debía ser más exhaustivo y tener en cuenta otras variables más allá de la paralización o no de la guerra. De hecho, la mayoría de los movimientos sociales no consiguen su objetivo o, en general, no lo consiguen de forma inmediata. Pero eso no quiere decir que no sean capaces de generar importantes impactos sobre los valores, los comportamientos y las políticas. Así pues, ¿qué consiguieron esas movilizaciones?

La sensibilización, la movilización ciudadana y el discurso crítico pueden cambiar las políticas e influir en ellas

En primer lugar, la toma de conciencia de mucha gente sobre su condición de ciudadanía, sobre su capacidad de incidencia en la política y la cosa pública. Los centenares de miles de personas que acudieron a las movilizaciones no eran militantes. En su mayoría, era gente que por primera iba a una manifestación. Sin duda, la demostración de fuerza y el impacto de esas manifestaciones reforzaron en muchas personas la convicción sobre su capacidad de intervención en los asuntos públicos. En definitiva, se afianzó su capacidad para construir democracia más allá del voto. Esa toma de conciencia puede parecer de entrada poca cosa, pero supone un dato fundamental de futuro que condicionará el nivel de concienciación y movilización de la sociedad civil.

En segundo lugar, a raíz de esas movilizaciones, las cuestiones de paz, desarme, resolución de conflictos, etcétera, llegaron a mucha gente que hasta entonces nunca se los había planteado más allá de un rechazo a la guerra. Todo ello puede facilitar que haya más receptividad social hacia iniciativas y campañas de paz. Así puede observarse en el crecimiento de la campaña Por la paz, ¡no a la investigación militar! o el incremento del número de objetores fiscales. Las movilizaciones, pues, permiten pensar en nuevas complicidades y nuevas disponibilidades para el reto de construir una cultura de paz.

Pero más allá de estas consecuencias generales, había otras que impactaban directamente en el escenario político que generó la guerra. Es evidente que las movilizaciones hacían más difícil otro conflicto militar. Aun a su pesar, las movilizaciones hicieron ver a Bush, Blair y Aznar que emprender otra guerra no sería fácil. Por eso Aznar, que nunca había replicado en público al Gobierno de Bush, se atrevió a decir, cuando la guerra en Irak parecía cosa zanjada y en el Gobierno estadounidense algunos se animaban a pensar en abrir otros frentes, que Siria era un país amigo y para nada era objetivo militar. Un ejemplo de las pocas ganas de abrir otro pulso contra la ciudadanía. La cuestión es que la dinámica impuesta en todas partes como receta a los atentados del 11-S (más militarización y recortes de libertades y derechos) consiguió ser frenada, aunque fuera parcialmente, por esas movilizaciones. Dicho de otra manera: sin el 15-F, hubiéramos tenido muchos más Guantánamos, muchas más irregularidades y mucha más represión e impunidad.

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Pero cuando parecía que, en fin, había motivos de satisfacción por las consecuencias positivas de las movilizaciones, pero aceptando que la guerra en Irak era una realidad, resulta que también en eso hubo impacto. El cambio electoral del 14 de marzo lo dejó bien

claro: la política del Gobierno de Aznar, caracterizada por un autismo y autoritarismo considerables, llegó a su máximo absurdo con la guerra en Irak. Cuando toda la población estaba en contra, cuando especialistas y pensadores advertían de los peligros de iniciar esta guerra, cuando varios gobiernos occidentales no lo veían claro, cuando incluso el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no dio su aprobación, el Gobierno de Aznar se implicó a fondo, negando lo evidente y tratando a la gente de menor de edad. No debemos olvidarlo porque hay quien piensa que el vuelco electoral se debió a los atentados del 11-M. Falso. La gestión informativa y política que hizo el Gobierno de esa crisis era un ejemplo más (¡y qué ejemplo!) de esa nefasta política. Durante aquellos cuatro días se amortizó de golpe todo el crédito político del Gobierno. Las movilizaciones habían politizado la cuestión de la guerra y eso estaba latente: con la crisis del 11-M y la gestión realizada por el Gobierno, todo se activó y se actualizó. De ahí la no tan sorprendente derrota de Aznar. Así, los que querían "resultados immediatos y directos" de las movilizaciones ya tenían uno bien contundente: un año después de una guerra absurda, el Gobierno que la impulsó había perdido las elecciones. Cuando aún estábamos digiriéndolo, el nuevo presidente anunciaba el retorno de las tropas y, finalmente, se afirmaba que en el futuro la participación española en cualquier guerra debía debatirse y votarse en el Congreso.

Así pues, incluso los más incrédulos deberían despejar la impresión de que todo aquello no sirvió de nada y cargarse de fuerza para entender que la sensibilización, el discurso crítico y la movilización ciudadana pueden cambiar las políticas e influir en ellas. Sin duda, estamos viviendo tiempos apasionantes.

Jordi Armadans es politólogo y director de la Fundació per la Pau.

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