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Columna
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Exhortación

Nunca me cansaré de recomendar a mis amigos y lectores que se hagan lo más ricos que puedan, aunque también considero leal prevenirles de los inconvenientes que tiene no serlo suficientemente. Se desconocen los límites para la codicia o el ansia de bienes materiales, que van desde la titularidad de gruesos paquetes de acciones saneadas, a la propiedad de pisos, chalés, apartamentos, fincas urbanas de todo tipo o intereses en negocios sólidamente subvencionados por el Estado. Nunca he conocido a un millonario que no quisiera incrementar su fortuna, sacrificando para ello el descanso, la paz interior y la convivencia familiar y social.

Procuren figurar en esa clase, más amplia de lo que cabe imaginar, pues no en balde el nivel de la vida ha crecido a lo largo de las últimas generaciones de manera vertiginosa. Sean ricos porque -lo tengo comprobado- a los pobres las cosas nos resultan mucho más caras, incluso las consideradas asequibles. Por ejemplo, cuando el rico adquiere un automóvil de marca, paga por él, aproximadamente, el precio de fábrica; el impecune ha de satisfacer tasas, intereses, recargos, con el riesgo de quedarse sin el vehículo si desatiende los últimos plazos. Cuando el ciudadano modesto accede a una vivienda, vivirá bajo la densa presión de la interminable hipoteca. Resulta insidioso la reducción de los intereses, presentado como ventaja lo que es una trampa refinada que incita a la adquisición irreflexiva.

Esto de la propiedad inmobiliaria constituye uno de los más agudos problemas actuales que, en Madrid, alcanza graves proporciones. Casi desterrada la posibilidad de habitar pisos en alquiler se convierte en necesidad ineludible su posesión. Sube desaforadamente, inicuamente, sin relación con el ritmo y los niveles corrientes de la vida ciudadana. No se trata sólo del derecho constitucional y simplemente humano del techo bajo el que cobijarse, sino que ese techo, esas paredes tienen que ser nuestras. Que no haya habido revueltas callejeras, motines y sublevación cívica ante la desaforada plusvalía pienso que, en ciertas medida, se debe a que quien se convierte en propietario considera su morada como una excelente inversión y contempla, con secreta alegría, la revalorización de su patrimonio. Lo que no enjuaga las penalidades de quienes no llegan a dicha coyuntura.

En cualquier otro orden de cosas, sin las correspondientes satisfacciones económicas a medio y largo plazo, los infortunados pagamos un plus indecoroso. Ejemplo reciente: para organizar mis días vacacionales de verano he anticipado las gestiones del desplazamiento, en la creencia de obtener algunas ventajas, de las que suelen ofrecerse a los viajeros. Saqué un billete en avión, de ida y vuelta -ahora pienso que es un temerario despilfarro-, allanándome a la tarifa que me permitiera introducir alguna posible variación; es decir, renunciando al compromiso de viajar en fechas, horas y vuelos específicos, corriendo el funesto albur de caer enfermo o averiarme la crisma en un accidente, descartado por parte de la compañía transportista, que es como se llaman a sí mismas.

En la sucursal de la agencia de viajes cuyos servicios suelo utilizar me libraron el correspondiente billete, tras haber consultado los días más oportunos, para lo que consulté el calendario que, sobre la mesa, tiene la amable empleada. Siempre he mantenido la arraigada creencia de que después del mes de junio llega el de julio y mis compromisos forzaban a comenzar y terminar el periplo en día viernes. Librado el boleto y abonado su importe, al llegar a casa compruebo que el día de salida no es el que me conviene. Vuelvo a la agencia donde se aclara el equívoco: el calendario, llamémosle de caballete, duplicaba el nombre de los meses, para información contemporánea de la funcionaria y el cliente. O sea, al de junio no seguía julio, sino que se repetía, algo quizás útil pero insólito. A pesar de que el billete fue adquirido con más de tres meses de antelación, variar la fecha tiene una penalización de 30 euros, a mi juicio injustificada pues de aquella rectificación no cabe deducir perjuicio alguno para Iberia ni para la agencia intermediaria. Como es natural, toda argumentación resultaba ociosa, pues son normas de la compañía imposibles de variar con una gestión telefónica.

El pequeño y banal ejemplo corrobora lo que les decía al principio. Si hubiera tenido mi avión privado me habría ahorrado los 30 euros, que es un dinerito.

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