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DON DE GENTES
Columna
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Millonarios sin fronteras

Elvira Lindo

SIGO EN NEW YOL. La vida del emigrante es dura. Pero aún más si como yo quieres empezar por Park Avenue. Me suena que en este barrio en el que me he instalado debe de haber una ONG llamada Millonarios Sin Fronteras, pero como no lo sé al cien por cien, no me hagan mucho caso en este tema. Mejor aún: no me hagan mucho caso en ningún tema. Yo no me hago responsable de lo que escribo. Yo estoy en este periódico porque en todos los periódicos hay que cumplir con una cuota de gilipollas, para que no todos los columnistas sean excelsos, y a mí me ha tocado semejante papel. No me importa, en la vida es mejor pasar por tonto que por listo. A mí lo único que me importa es integrarme en Park Avenue. Pero la adaptación me está saliendo por un huevo de la cara. Para empezar, me tuve que comprar unas gafas de las que llevan las viejas millonarias. Las viejas millonarias de Park Avenue se parecen a las pasas de Corinto, sufren la misma transformación que la fruta cuando se pasa de fecha. En su juventud estarían rellenas de carnes, como todo el mundo, pero según pasan de los setenta la carne se les va consumiendo, se quedan en el pellejo y un día mueren totalmente consumidas. He oído que no hace falta ni que las incineren porque se quedan ellas mismas en las cenizas; pero no me hagan mucho caso porque son cosas que oyes por ahí, como eso de que los chinos nunca mueren y de que los negros llevan el ritmo en la sangre. Igual son bulos. Las viejas millonarias de Park Avenue llevan unos collares de perlas como melones que les cuelgan de ese cuello que parece un cuello de tortuga, porque cuando caminan lo llevan metido dentro del tronco, pero cuando adivinan que hay algo interesante en un escaparate lo sacan y el cuello adquiere una longitud paranomal, como el cuello de ET, y con el dedo de ET señalan la cosa que les interesa y entonces el negro que hay en la puerta saca el objeto de deseo a la misma calle a fin de que la abuela lo vea. Las abuelas millonarias de Park Avenue llevan los labios pintados por fuera de los labios, porque los labios se les consumieron hace tiempo, sacan a pasear perros horribles como ratas, y lucen unas gafas de concha que les cubren prácticamente toda la cara. A mí me parecen muy distinguidas y me gustaría ser como ellas cuando me haga vieja: estar podrida por dentro y estar podrida de dinero. Doblemente podrida. Y para empezar ese camino sin retorno hacia la muerte, entré en un establecimiento y me compré unas gafas de Chanel que más que gafas de sol parecen gafas de buzo, por el tamaño y la contundencia. La gente espabilada suele ir a Canal, donde están las tiendas de los chinos (que nunca mueren), y se compran allí imitaciones de las grandes marcas. Luego van por ahí descojonándose por lo idiotas que son esas personas que compran las marcas auténticas. Yo a veces los veo en el avión de vuelta a España cargados de bolsas de Chinatown y pego la hebra con ellos. Confieso que a veces les he mentido diciendo que mis gafas verdaderas son de pega, de los chinos que nunca mueren. ¿Por qué les miento? Porque tampoco me gusta quedar de gilipollas continuamente. Bastante tengo con cumplir la cuota de gilipollas del periódico. Yo creo sinceramente que si quiero aspirar a ser una abuela podrida de Park Avenue tengo que empezar por unas gafas Chanel cuesten lo que cuesten. Donde fueres, haz lo que vieres. Hasta cierto punto, claro: el otro día me crucé con una millonaria vestida con un Chanel, con gafas inmensas y completamente calva. Y hacía un frío que pelaba. Me volví a mirarla. No pude evitarlo. También se volvieron unos obreros ecuatorianos que estaban arreglando la acera. Luego me arrepentí de haberme vuelto porque en esas pequeñas cosas es en las que se nota que eres inmigrante, en que te asombras de lo que ves. Yo no sé si pasearse completamente calva por la calle será la última exigencia de la moda, pero, ves, por ahí no paso. A las abuelas podridas de Park Avenue, las gafas enormes les dan un aire tremendo de sofisticación. A mí, estas gafas me dan un aire un poco siciliano, como si fuera por la calle planeando el asesinato de un ser querido. Ya ves tú, yo, que soy tonta de puro buena. Ser inmigrante millonaria te sale por un pico. Una vez que tuve las gafas me fui a por unos Manolos, porque sin unos Manolos, en Park Avenue, no eres nadie. Tú puedes ir hecha una guarra absoluta, pero te calzas unos Manolos y en Park Avenue se te mira de otra manera. Ya me lo dijo mi amigo Lorenzo Caprile. Yo le dije, Lorenzo, que en mayo voy de boda, y él me aconsejó: "Tú no te comas el tarro con el vestido, lo importante son los complementos, taconazo, bolso y bisutería fina". Desde aquí te lo digo, Caprile: lo que tú me digas va a misa (nunca mejor dicho). Y allí, sentada en el templo del zapato, como una cenicienta sin esperanza, escuchaba en mi CD la voz maravillosa de Celia Mur, una granadina que ha venido hace poco a comerse Nueva York y que canta Ese toro enamorado de la luna..." con aire de jazz. Por favor, escúchenla, es de lo mejor. Con esa delicia en mis oídos, mis gafas de buzo Chanel y mis Manolos, me vi en el espejo y pensé: "Aquí nadie sabe que soy de Moratalaz", y sin remordimiento saqué la visa y me los compré. He decidido no dejarles herencia a los niños. Con lo pedagógico que será para ellos empezar desde abajo.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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