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Tribuna:EL FUTURO DE LA UNIVERSIDAD
Tribuna
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Próxima estación: esperanza

Hará apenas tres años, en un mitin organizado por mis amigos del Partido Socialista, tuve ocasión de escuchar, por primera vez en directo, a José Luis Rodríguez Zapatero. Me llamó poderosamente la atención que empleara un lenguaje distinto al usual en esos trances. Se refirió al itinerario que debía recorrer la sociedad española en su avance hacia un futuro mejor y se atrevió a anunciar cuál sería la próxima estación: esperanza. Ese detalle, un guiño al entonces reciente disco de Manu Chao, que encarna hoy en su rebeldía el espíritu de ese Ramón Chao legendario para quienes pasamos por París durante los años oscuros del franquismo, me sonó muy bien: era una bocanada de aire fresco en la atmósfera asfixiante creada por la mayoría absoluta reaccionaria y lo que ello significaba.

En el convulso contexto nacional e internacional de aquellos meses, el esperanzado pronóstico de Rodríguez Zapatero me pareció lejano de su materialización. En el fondo de mi corazón, como en el de muchos otros ciudadanos, se estaban entonces produciendo los anticuerpos necesarios para resistir otros cuatro años de invierno cultural, para fortalecer mi determinación de no silenciar mi palabra libre e independiente frente a los atropellos del poder. Parecía aguardarnos de nuevo un horizonte de oscurantismo, amenazante no ya para quien no se adhiriese al pensamiento único de quien ejercía el "ordeno y mando", sino también para todos los universitarios -como progres trasnochados se nos despachó- que alzábamos la voz o, simplemente, siguiendo a León Felipe, pedíamos la palabra. Incluso, en los días más ásperos, sentía próxima aquella idea que Gustave Flaubert en L'Éducation sentimentale atribuía a sus personajes Frédéric y Deslauriers, cuando decía que "ils accussièrent le hasard, les circonstances, l'époque où ils étaient nés" de las desventuras que padecían.

En la enseñanza superior las cosas no podían entonces ir peor. La imposición de la nueva ley universitaria -a modo de "trágala", para un cambio legislativo a peor, retrógrado, rancio antes de su nacimiento- tenía algún parentesco con la nefasta política educativa decimonónica con la que se estrenó la restauración borbónica, tras el fracaso de la Primera República. Se nos venía encima una especie de Tercera Cuestión Universitaria -cierto es que más suave y maquillada, como no podía ser de otra forma, con un lenguaje seudomoderno y neoliberal- donde Pilar del Castillo tomaba el relevo del Marqués de Orovio. Todo era -si Unamuno o García Lorca me perdonan que tome por una vez prestada su afición a inventar palabras- muy aznaroso, entendido este calificativo como síntesis de lo que es antipático, hostil, prepotente y adusto.

Pero, inesperadamente, se hizo la luz... y el tren de la sociedad ha llegado por fin a la estación de la esperanza. Los ciudadanos han dado un paso en la senda que les aleja de la crispación y el enfurruñamiento; han emitido, sin complejos, un voto de optimismo y esperanza; han mostrado su hastío ante el monolitismo reduccionista a que conducía el gobierno de la derecha. El pluralismo social se halla en el centro del escenario: la diversidad no convierte en adversarios a los habitantes de este confín de Europa, sino que enriquece su conjunto. Igual ocurre con la universidad y los universitarios, no en balde en ellos se refleja la sociedad, con sus expectativas, sus virtudes y sus defectos. El optimismo de un tiempo nuevo que impregna el momento presente de la ciudadanía también alcanza a los universitarios.

Para que pueda contribuir al pluralismo social, la universidad ha de ser flexible, adaptable y tolerante. Semejante afirmación conduce a una revisión de su rígido marco legal y de las propuestas del Gobierno anterior -aún sobre la mesa del Consejo de Coordinación Universitaria- para la integración de las universidades españolas en el Espacio Europeo de Educación Superior. Suprímase su reglamentismo excesivo, aligérese el encorsetamiento normativo, finánciese convenientemente y respétese la libertad académica en la elaboración de los programas de enseñanza, sin renunciar en todo caso a exigir cuentas sobre la bondad de los resultados alcanzados.

La derecha ha desconfiado tradicionalmente de la universidad pública, de su aproximación a la cuestión social; de ahí la prevención que impregna sus textos legales, que pretenden "controlar" a potenciales "revoltosos malgastadores". Pero la alternativa no es evidentemente una especie de desmadre seudo-organizado, sino un esfuerzo mayor de aproximación entre universidad y sociedad, preocupado, además, por la eficiencia del servicio público que hoy en día constituye la educación superior y la investigación. Exigencia sí, arbitrariedad no: que el desafortunado proceder de la ANECA durante su etapa inicial sea paradigma de lo que no debe hacerse.

La universidad es patrimonio de los ciudadanos. Contemplada desde esta perspectiva, brota espontáneamente la convicción de que la sociedad española necesita más universitarios, en una especie de segundo salto educativo que apunte al objetivo de superar el umbral del 50% de escolarización en la educación superior a finales de la presente década, a semejanza de previsiones análogas establecidas en la Unión Europea por Dinamarca o el Reino Unido. Sin ningún pudor absurdo, rebatamos el postulado conservador de que hay demasiados universitarios o demasiadas universidades. Ni es cierto ni es una tendencia internacional.

¿Qué significa, por tanto, un tiempo de optimismo para la Universidad? Que se cierre el infeliz paréntesis abierto por la Ley Orgánica de Universidades, y procedamos entre todos a mejorar la calidad del trabajo académico, disponiendo de superiores recursos para el cumplimiento de objetivos incentivados, y a abrir cada vez más las puertas para el acceso a unos estudios superiores -mediante becas y prestamos con mayor cobertura- mucho más diversificados y sensibles a las demandas sociales, culturales, económicas y del mercado laboral del entorno más próximo: serán éstos gestos nítidos en una época donde los símbolos recuperan su valor. Conviene explorar la viabilidad de un pacto para la financiación de la formación de capital humano en España, que comprometa a los Gobiernos (central y autonómicos), a las universidades y a los agentes económico-sociales, mediante la incorporación de fórmulas fiscales eficientes para la captación de fondos privados adicionales. De aquí se derivaría la superación de otro postulado vigente: que el sector económico privado no se muestra implicado en el esfuerzo social que representan las inversiones en educación. Si la calidad educativa mejora, se beneficiarán los empleadores que deberían contribuir a su consecución.

Aunque la sequedad del desierto que acabamos de pasar aún nos escueza en los labios, la cara nos ha cambiado a una mayoría de ciudadanos y universitarios. En unas circunstancias mucho más difíciles que las actuales, Azaña afirmaba estar imbuido de optimismo. Así se sentían entonces, también, los chicos de la Institución Libre de Enseñanza en sus paseos por la Sierra de Guadarrama. Así me siento yo hoy.

Francesc Michavila es Catedrático y Director de la Cátedra UNESCO de Gestión y Política Universitaria de la Universidad Politécnica de Madrid.

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