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Mujeres y hombres o el efecto Zapatero

Los cambios políticos que se vienen sucediendo comportan novedades positivas: inesperadamente nos hemos encontrado con un gobierno paritario. Con naturalidad, sin mayores dificultades, Rodríguez Zapatero ha encontrado a ocho mujeres que al parecer son indiscutibles desde el punto de vista de su profesionalidad, como lo son los otros ministros, y a unas y otros habrá que concederles la oportunidad de demostrar que fueron bien elegidos. La firme decisión del presidente ha dejado fuera de lugar los comentarios oídos en otros casos sobre la inconveniencia de las cuotas o de elegir mujeres sólo por serlo. El actual ejecutivo ha dejado atrás las excusas, los miedos, las resistencias, que contribuían a mantener las cosas como estaban, aunque mientras tanto la prensa, los políticos y los comentaristas no acaban de saber valorar esta nueva situación, faltos como están, salvo excepciones, de referentes que les permitan encuadrar la profundidad de la misma.

Este cambio se ha hecho porque debía hacerse, porque, por fin, el compromiso electoral de rendir justicia a las mujeres, sin mayores dilaciones, ha tenido el correspondiente apoyo político. Como reza el principio de la paridad que la Constitución francesa reconoce como un gran paso en el perfeccionamiento de la democracia, si la sociedad está compuesta por hombres y mujeres, no es justo que ambos no estén igualmente representados en los órganos que la gobiernan. Jospin dio el paso hacia la paridad en un momento crucial y esperanzador para la izquierda francesa y no es casual que el periódico Le Monde haya resaltado en titulares que la paridad ha entrado en los ministerios españoles al informar del éxito socialista en las pasadas elecciones pues la cultura sobre la igualdad entre los sexos goza de una amplia trayectoria entre sus lectores. Rodríguez Zapatero lo ha hecho en nuestro país donde esa cultura tiene, sin embargo, importantes déficits.

La diferencia que distingue a las mujeres de los hombres no condiciona negativamente para la política. Como escribía Simone de Beauvoir una mujer no nace, se hace. En igualdad de condiciones educativas hemos demostrado que valemos tanto como el otro sexo, desmontando el argumento del proverbial canon de inaptitud impuesto a las mujeres por la naturaleza. Cuando no hay suficientes mujeres en la política, como en otros espacios, hay que pensar que algo pasa, que hay una acción de poder social o político que se resiste a la igualdad y que, por tanto, lograrla requiere otro poder. La inercia de la desigualdad entre los sexos es tan fuerte que cada vez más mujeres sabemos, desde hace tiempo, que hace falta poder, mucho poder, para superar las disfunciones políticas, de otro modo, no es posible vencer las consabidas resistencias de los interesados en dejar que las cosas sigan como están. De las mismas mujeres que no confiesan su ambición o que admirando el poder no se atreven a desearlo para ellas mismas. Como escribía Josefa Amar ya en el siglo XVIII: "La majestad del cetro, la gravedad de la toga y los trofeos militares se han ido haciendo unos objetos que se presentan a la vista de las mujeres para admirarlos, más no para pretenderlos, porque el curso de los siglos había quitado la novedad que les causaría al principio ver cerradas todas las puertas del honor y el premio. Pero no por eso las mujeres se han de mostrar insensibles a todos los desaires que quieran hacerles" ( Josefa Amar y Borbón: Discurso en defensa del talento de las mujeres y su aptitud para el gobierno y otros cargos en que se emplean los hombres, 1776 ).

Debemos celebrar sin duda la manera de hacer política a favor de las mujeres de Rodríguez Zapatero pero ello nos obliga a promover cambios en otros ámbitos de modo que el ejemplo cunda. La igualdad no se consigue sin más.

Sin políticas en pro de la igualdad se tarda más en lograrla, o se llega tarde. Esto deberá ser pensado en el lugar de saber que es nuestra Universidad, donde hombres y mujeres se empeñan en seguir diciendo que no hay mayor discriminación sin razonar en qué se basan para hablar así con tanta seguridad, cuando la observación más elemental desmiente que exista un reparto equitativo de poderes y responsabilidades. ¿En qué ha cambiado, por ejemplo, la tendencia a la disminución progresiva del porcentaje femenino desde el nivel de las becas de formación de personal investigador hasta las direcciones de centros en el último decenio?

Son muchos los universitarios y las universitarias que se niegan a reconocer que la discriminación sexista es un componente de la mayor dificultad de acceso a las cátedras por parte de las mujeres, cuando en la actualidad la presencia de candidatas es relevante en número y en méritos.

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Se pueden dar explicaciones de todo tipo y puede que todas ellas tengan parte de verdad. Aparentemente no hay nada que trabaje en contra de las mujeres, el sistema es igual de perverso para todos. Pero en paralelo al sistema persiste como la mayor de las perversiones la negativa a cambiar los modelos convencionales de funcionamiento de la institución y esa resistencia recae negativamente sobre las mujeres. ¿Cómo se entiende, si no, que las comisiones para la adjudicación de plazas repitan tantas veces las felicitaciones a opositoras a las que, sin embargo, relegan sin justificación? ¿Por qué es casi inédita la defensa académica de una mujer cuyo currículo no venga avalado por un maestro? La tendencia a reproducir las figuras masculinas, que parecen más próximas, y la reticencia a la equiparación de ambos sexos reclama un correctivo político en el ámbito académico. Sepamos pues unos y otras que esta situación que muchas mujeres y puede que algunos hombres advertimos con desagrado no favorece a la Universidad, como no favorece a cualquiera que pretenda erigirse en modelo humanístico para una sociedad crítica de progreso.

Si los tiempos políticos se han liberado de la tendencia conservadora, la Universidad debería seguir sus pasos también en lo que supone el autoreconocimiento de una de sus asignaturas pendientes.

Carmen Aranegui e Isabel Morant son profesoras de la Universidad de Valencia.

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