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Columna
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Geografía inteligente

El publicar informes sobre hábitos de lectura en vísperas de la celebración del Día del Libro se ha convertido en una tradición, que a veces parece una estrategia de mercado. Porque como esos indicadores casi siempre son malos (para la causa de la lectura, se entiende), da por pensar que se publican en esas fechas para despertar en la ciudadanía un remordimiento o mala conciencia que inciten al consumo literario, a buscar en la compra de libros una forma de desahogo o de reparación. Y algo de eso, de adquisición compensatoria debe de haber, cuando según los datos publicados esta misma semana, el número de compradores de libros supera en veinte puntos al de lectores.

El último informe no dice, por otro lado, nada nuevo. Sólo abunda en lo conocido; sólo confirma tendencias que desde hace mucho tiempo son temores. Cada vez se asocia menos el libro al ocio. Cada vez se lee menos. El ni una línea avanza por los campos de la lectura como la desertización por la faz de la tierra. El 40% de los vascos no lee nunca. Y en cuanto al 60% restante, la inmensa mayoría (8 de cada 10) se sitúa en un ritmo de lectura inferior a un libro al mes. (¿Atribuiríamos la condición de aficionado a quien, ajustando la escala, practicara o contemplara un deporte en la misma proporción?).

Pero dos de los datos recogidos en ese informe merecen, a mi juicio, una atención especial. El primero señala que el número de lectoras es 15 veces superior al de los lectores. Creo que esta progresiva, imparable, feminización de la lectura lo que revela fundamentalmente son derrumbes en los planteamientos coeducativos, averías graves en la transmisión de modelos culturales comunes. Hay mucho que decir sobre la influencia de la publicidad o del deporte en la difusión de representaciones "sexuadas". Pero la lectura es asunto central de las aulas y está claro que algo no (co)funciona cuando la brecha entre lectoras y lectores no sólo no se cierra sino que se vuelve foso (en cinco años el múltiplo diferenciador ha pasado de seis a quince).

El segundo dato no es de cantidad sino de calidad. El modelo de lectura que se describe como predominante es el más apegado al argumento. Leer significa cada vez más (o casi ya sólo) recorrer una historia, navegar por una trama, como por un río plácido, de la fuente a la desembocadura. La desertización va avanzando, también aquí imparable, por el territorio de otras curiosidades de forma o significación artísticas; relegando (¿cuántas novelas de Joyce, Faulkner o Woolf prestan nuestras bibliotecas; por cuántas de Stephen King o de Ken Follet? ), empujando hacia el olvido los textos referenciales de la literatura. Aquellos en que el planteamiento estético es metodología ética; fondo trascendente; ensayo, retrato o presagio esencial para la experiencia humana.

La explicación de este progresivo abandono de la calidad literaria creo que hay que buscarla en otras deserciones culturales y pedagógicas anteriores. Hace mucho que casi nada invita a asociar formación, esfuerzo o exigencia con recepción artístico-literaria. Pero nadie puede alcanzar de modo espontáneo, sin guía o bagaje adecuados, las cumbres estéticas (las cumbres de ninguna disciplina); y nadie disfruta allá arriba de la radicalidad del paisaje sin preparación previa. Hay lecturas que son de llegada no de partida. Y hay lecturas que sólo puede popularizar una particular ambición político-cultural, una ideología educativa empeñada en poner todo, especialmente lo mejor, lo más complejo, lo más sutil, al alcance de todos.

El nuevo gobierno ha expresado una especial preocupación por estos temas. Confío. Espero que uno de los debates territoriales más importantes de esta legislatura sea el de la geografía de la inteligencia, en el sentido apuntado por Marguerite Yourcenar: "la verdadera tierra natal es aquella en donde por primera vez nos hemos visto de manera inteligente: mis primeras patrias son los libros".

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