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IDA y VUELTA
Columna
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Manzana maldita

Ignoro si el Ayuntamiento de Barcelona tiene previsto aprovechar los nuevos horizontes abiertos por las excavadoras del Fòrum para dedicar una plaza o una calle a Nueva York. Mirando el callejero, sorprende que esta ciudad no merezca homenaje alguno, pese a que artistas, políticos y otros turistas locales manifiesten una justificada admiración por esa aglomeración urbana que, para no repetir el nombre Nueva York, se suele llamar la Gran Manzana o, en momentos más desesperados, la ciudad de los rascacielos. Sin embargo, la Barcelona democrática no ha considerado oportuno dedicarle un detalle relevante de su urbanismo. ¿Antiamericanismo primario? Es una hipótesis, ya que no abundan referencias a Estados Unidos. Hay una minicalle Los Ángeles y otra Saint-Louis en esa manzana del Poblenou en la que se acumulan nombres de sedes olímpicas. Hay una plaza de Boston y una calle de Washington.

¿Por qué hay lugares que llevan nombres tan bien elegidos como Budapest, Monterrey, São Paulo, Perpiñán, Dublín o Maracaibo y ninguno se llama Nueva York? ¿Hay que pagar derechos de imagen? Los Estados Unidos de Norteamérica tampoco han merecido ninguna atención genérica, pese a que los nombres de otros países (Haití, Filipinas, Escocia y Palestina entre otros) sí han sido inmortalizados en placas. Esa ausencia neoyorquina y la de otros referentes norteamericanos ha sido compensada por la iniciativa privada, sobre todo por bares, prostíbulos y cines que, años ha, decidieron llevar nombres tan sugerentes como Manhattan, Kansas, Atlanta, Texas o Chicago. En algunos momentos de nuestra historia reciente, se han observado corrientes antagónicas respecto a Nueva York. Por una parte, un cosmopolitismo de todo a cien que descubre lejos lo que desprecia cuando lo tiene cerca. Por otra, una retahíla de tópicos político-sociales de quienes se sitúan en un plano de superioridad respeto a Estados Unidos y su metropoli más popular. Lo más patológico es que estas dos tendencias pueden convivir en una misma persona, insoportable, eso sí.

Tras el atentado contra las Torres Gemelas, se abrió un periodo de lógica convalecencia y cayeron algunos prejuicios. Habría sido un buen momento para bautizar parte de nuestro paisaje con la simbología de Nueva York. Se dice que muchas cosas cambiaron el 11 de septiembre y que ya no somos los mismos, un latiguillo que también se ha repetido después del 11 de marzo. Estos cambios serán terribles para los familiares y amigos de las víctimas, pero ¿de verdad hemos cambiado? El 11 de septiembre por la tarde, recuerdo que empecé a acaparar antibióticos, convencido de que entrábamos en un periodo de carestía farmacéutica. Fue una reacción estúpida, que, por suerte, duró poco. Después del atentado de Madrid, en cambio, me obligué a fingir una serenidad que no tenía. Pero hay reacciones para todos los gustos, y algunas expresan el contraste entre la normalidad y la tragedia. Una colega, cuyo nombre mantendré en el anonimato para no perjudicar su ascendente carrera, me contó que el día antes del atentado de Nueva York, se había comprado un vibrador potentísimo que nunca ha podido utilizar. Por cierto, los vibradores tienen nombres bastante más fáciles de entender que los de las calles y las plazas. Si desean abundar en el estimulante mundo de la toponimia vibratoria, visiten los amplios surtidos de nuestros sex shop y algunas webs especializadas. Verán que los nombres tienen una lógica casi conmovedora: Jack el Pajarito, Pulgarcito, Twister, o mi preferido, Cohete Explorador.

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