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Columna
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Tropelía

La Consejería de Cultura Educación y Ciencia, por su alta temperatura política, presupuesto económico y vasta proyección social de sus iniciativas, es un trampolín idóneo para cualquier político ambicioso y corajudo. Dirigir con brillantez y sin estridencias este departamento acredita para más altas empresas a su responsable. Pero es asimismo un puesto gestor de mucho riesgo. Desde que la autonomía alzó el vuelo en los años 80 por esta área de gobierno han transitado algunos individuos sobresalientes que dejaron un saldo positivo, incluso admirable, y también zoquetes cuyo nombramiento sólo se explica por los trapicheos internos de los partidos. Lo más indulgente que se puede decir de estos es que, al margen de una u otra anécdota, no cometieron trastadas irreversibles.

El actual consejero, Esteban González Pons, por su curriculum y temperamento, parecía destinado a inscribirse entre los primeros, esto es, entre los innovadores y eficaces. Incluso pudimos pensar en algún momento que, avezado como está a lidiar con asuntos de Estado en los foros madrileños, estos trajines periféricos habrían de resultarle enervantes por su poca miga. Pero la verdad es que, contra todo pronóstico, se obstina en demostrar muy otra cosa, con la agravante de delatarse propenso a la marrullería para afrontar ciertos problemas. Algo que en un tipo de su experiencia y presunto talento resulta decepcionante. Tanto más si estas lagunas personales intenta camuflarlas prodigando mimos a sus periodistas áulicos. Una práctica bastante generalizada que, por ello mismo, nos conmina a escrutar su actuación con mayor cuido.

Viene esto a cuento de la tropelía que acaba de cometer con el director del Espai d'Art Contemporani de Castelló, Manuel García, cesado por lo que, en el mejor de los supuestos, hemos de considerar una arbitrariedad. En el peor, una muestra de vocación censora y fascistoide que por sí sola descalificaría al consejero para lidiar con el mundo de la cultura y la docencia. González Pons no ha destituido al citado director porque en una exposición se exhibiesen unas obras que sugerían una apología de la violencia, como el mismo título de la muestra anticipaba. Piezas similares y mucho más agresivas -en el supuesto de que algunas así fuesen- se han mostrado y reproducido en catálogos sin la menor objeción moral. Otra cosa será la artística, pero esa faceta no se ha cuestionado.

La destitución, sumariamente dicho, ha sido una maldad que cual rodillo insensible ha atropellado el prestigio de un estudioso y profesional de la cultura que, a mayor abundamiento, en el poco tiempo que se le ha concedido al frente del EACC ha dado sobradas muestras de creatividad e innovación, a pesar del acoso personal y económico que ha padecido. Al consejero tendría que caerle la cara de vergüenza por plegarse a estas maniobras que, en puridad, sólo responden al propósito, o doble propósito, de desalojar a alguien para situar en su lugar a un patrocinado/a (cómplices necesarios del desmán, ciertamente) y, al tiempo, darle una coz a la secretaria de Cultura, Consuelo Ciscar, pero en culo ajeno. Una trapisonda indigna de un liberal pata negra -si bien ahora ya lo es a la violeta- que tantas expectativas suscitó. Pero vamos viendo que no da la talla, que suma errores y vilezas delatando que, sin dar visos de proponer un proyecto o nueva política cultural, ya es evidente que la poltrona le viene grande. Eso sí, es capaz de apuntillar con una sonrisa de oreja a oreja.

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