Cortázar, vampiro
Crecen como champiñones por los cuatro rincones de nuestra geografía los congresos sobre Cortázar, a veinte años vista de su muerte, los mismos que el tango afirmaba que equivalían a nada; ayer en Cádiz, la última semana en Córdoba, pronto en cualquier departamento de cualquier universidad o ateneo volveremos a oír que Cortázar sigue vivo, que las palabras que escribió palpitan todavía y aletean y dan picotazos como insectos encerrados en frascos, y que el autor continúa entre nosotros, está aquí en la mesilla de noche o el sofá de la salita, mirándonos leer por encima del hombro y sonriendo, negándose a marcharse del todo. Recibo bien todas estas revelaciones: jamás me incomodó oír que Cortázar no ha desaparecido, yo admití con mucha más incomodidad, y sigo sin digerirlo, que haya muerto, muerto como las moscas del verano, como murieron las rosas y Aristóteles en aquel poema de su compatriota Borges. Tal vez padezca una miopía congénita en el alma a la altura de la córnea izquierda que me impide advertir con claridad esas cosas, pero yo tardé mucho en entender que Julio Cortázar había muerto, en convencerme del todo. Estaban los periódicos, sí, el testimonio clínico, los asistentes al sepelio, esas cosas que de nada sirven en los cuentos de aparecidos: y es que a Cortázar, que amaba el vampirismo y siempre declaró su admiración por los incisivos y Bela Lugosi, no podía matársele sin más empaquetándolo en un ataúd y cubriéndole la cara de tierra. Nunca llegué a creer del todo que estuviera muerto; quizá no vivo, de acuerdo, pero muerto tampoco, eso de ninguna manera: le correspondía esa socorrida palabra con la que cuenta el idioma inglés y que fue el primer título provisional que Bram Stoker eligió para la más famosa de sus obras, undead, el no-muerto.
Y con muy buen criterio, todos ustedes que en estas semanas han asistido a las ponencias que sobre Cortázar se han ofertado en Cádiz y Córdoba se preguntarán de qué indicios, pruebas o argumentos dispongo para negar esa luctuosa evidencia. Y yo aduciré que probablemente Cortázar era y es un vampiro, como bien sugiere el interés que a lo largo de toda su obra reveló por esas escuálidas criaturas del insomnio y de la noche. Para muestra no uno, sino tres botones: el primer cuento de juventud recopilado en la integral de Alfaguara, que versa sobre un vampiro llamado Duggu Van; los misteriosos sucesos acaecidos en el Barrio Viejo de Viena y el recuerdo de la condesa Báthory, gran vampira, en medio de 62 modelo para armar; la confesión de vampirismo que el propio Cortázar ofreció al periodista Omar Prego poco antes de su supuesta muerte, en su piso de París. Durante años, visité el cementerio de Montparnasse sin encontrar su tumba: mis amigos decían que se debía a que las indicaciones del plano eran penosas, pero yo leí en el diario de Monterroso que a él le sucedió lo mismo. ¿No son estas pruebas concluyentes? Entonces basta examinar las hojas que escriben los literatos adolescentes, para entender que sus obras no les pertenecen, que son de otro, que un hombre alto y con barba se cuela cada noche por las ventanas de sus dormitorios y antes de chupar la sangre del novicio da las buenas noches con un melodioso acento del Río de la Plata.
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