Eurodepor
Anoche soñé que el Depor juega hoy la semifinal de la Copa de Europa. Varias visiones se cruzaron en pleno delirio: una bandada de meigas azules sobrevolaba Riazor; el Madrid y el Arsenal, dos de los dinosaurios de la competición, se habían desplomado ante el Mónaco y el Chelsea y, San Cipriano me valga, por una de esas deformaciones de la realidad sólo posibles en los sueños de conveniencia, el Milan, con sus futbolistas de diseño en la cancha y el salchichero Ancelotti en el banquillo, había desaparecido del cuadro de aspirantes y penaba en las tinieblas exteriores. La visión era definitivamente aterradora: una sonrisa de pergamino empezaba a descoserse en la cara de Berlusconi, mientras Kaká, Shevchenko, Cafú, Dida, Nesta, Maldini, Gattuso y Rui Costa se ahogaban en una caldera de gomina.
Y el caso es que, unas semanas antes, habíamos abandonado al Deportivo en estado preagónico bajo las marquesinas de San Siro. En diez minutos de pesadilla, los llamados rossonieri conseguían cuatro goles de plomo y lo dejaban listo para el vertedero. Después oí decenas de homilías en las que distintos canónigos exaltaban la magnificencia del fútbol milanista; al parecer, Pirlo y su socios tenían la gracia del cielo. Abrumado por la salmodia, en esas me quedé dormido.
Y entonces empecé a soñar que, en el partido de vuelta, Pandiani montaba el rifle, se revolvía sobre su propio eje y lanzaba un disparo de precisión que abatía a Dida junto al palo derecho. Desde entonces, los jugadores locales sufrían una singular transformación en la que, sin perder la identidad, conseguían adornarse con lo mejor de sí mismos. Molina, por ejemplo, se plantaba ante Kaká y volvía a ser el hombre de hielo. Se congeló sobre las rodillas, y así, convertido en un carámbano, esperó acontecimientos. De pronto se obró el prodigio: dio por terminada su glaciación, aguantó el recorte, se fundió sobre la pelota y evitó el gol del empate. A su lado, el pulpo Andrade jugaba con los tentáculos en el enchufe: animadas por una corriente eléctrica, sus ocho piernas despedían la pelota entre chispazos, chas, chas, chas, como los setas de la máquina pingball. Frente al área, a Mauro Silva le salía una poderosa espalda de gorila en la que se estrellaban todas las tentativas de asedio; gente recia como Seedorf, Tomasson o Pancaro pasaba por allí, chocaba con aquel espinazo de acero y saltaba por los aires. Poco a poco, Luque, Valerón, Sergio, Fran o Djalminha se sumaban al festival: uno a uno tomaban la palabra y el mando, y devolvían al Milan cada diablura del partido de ida.
He soñado que el Depor desembarca en Oporto esta misma noche. Y no pienso despertarme hasta el día del Juicio Final.
Será el 26 de mayo, en Gelsenkirchsten.
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