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El PP ha empezado mal

"La higiene del sistema exige la alternancia en el poder", se dijo en 1996, y se dijo bien. La misma máxima que fue pertinente entonces ha tenido aplicación ahora, y es bueno que se tenga presente que su aplicación será asimismo pertinente en un futuro a cuya apertura asistimos en estos días. La razón de fondo que subyace a aquella observación me parece es bien simple: el gobierno constitucional exige la alternancia en el poder decidida mediante elecciones libre y competidas, y para que unas elecciones sean plenamente esto último es indispensable que la alternancia no sea una hipótesis a descartar de puro improbable, es necesario que sea una posibilidad existente, aun cuando su probabilidad pueda ser baja. Ésa es la razón por la cual una oposición institucionalizada y eficaz es imprescindible en una democracia constitucional. La mayoría saliente cometió el error de no verlo así, con las consecuencias de rigor cuyo pago acaba de comenzar, bien haría la mayoría entrante en tenerlo presente.

Como todas la nuestra es una democracia constitucional que exige de acuerdos y compromisos, pactos que deben comprender tanto las reglas de juego como sus reformas y que es deseable que se extiendan más allá al efecto de mantener un elevado grado de continuidad en al menos las grandes políticas públicas, continuidad que no es posible asegurar sino median consensos entre al menos una parte sustancial de la mayoría y la fuerza de mayor peso en la oposición. La alternativa es esa versión institucional del velo de Penélope que los politólogos británicos, buenos conocedores de la figura y sus poco deseables efectos, definen como la "Política de Adversarios", es decir la preferencia del derribo frente a la continuidad: la mayoría entrante se dedica a la demolición de las política de la mayoría saliente antes o al tiempo de imponer las suyas, a las que, a su vez, aguardará en su día idéntico destino. La mayoría saliente cometió la equivocación de creer que era posible romper los consensos básicos en el ámbito de las relaciones industriales, en el de la enseñanza o en el de la política exterior imponiendo políticas propias no negociadas y no aceptables para la oposición sin que de ello se siguieran costes ni para el país ni para el Partido Popular. A la vista está que ése fue un cálculo erróneo. Nuestro sistema institucional se diseñó desde el consenso para el consenso, y a la misma lógica obedecen los usos y costumbres que a las instituciones acompañan (por eso el PP ha mantenido la pasada legislatura un pacto parlamentario con los nacionalistas canarios que la aritmética parlamentaria hacía innecesario), el empeñarse en desconocerlo condujo primero a la ruptura del acuerdo básico sobre la política exterior, que nos llevó a ser socios menores de una alianza, que nos llevó a una guerra impopular, que nos ha hecho diana prioritaria del terrorismo islamista, con los resultados de todos conocidos.

Por eso me parece que el PP está empezando mal el período de alternativa de poder que ahora se inaugura. La actitud del glorioso aislamiento con que ha abierto la legislatura, a más de continuar algunas de las causas que les llevaron a la larga a la derrota en 14 de marzo, supone dos graves errores, por mucho antecedente maurista que se le quiera buscar. Es un error, de un lado, porque supone renunciar a priori a la posibilidad de buscar complementos que robustezcan la propia posición y la propia capacidad negociadora y que permitan ampliar el espacio de maniobra de que el Partido Popular pueda disponer, amen de arrojar al resto de los partidos en brazos de un Partido Socialista que, para mayor inri, no tiene por sí mismo mayoría absoluta y necesita de complementos para gobernar, no es sólo que uno se prive de complementos, es que, además, se los facilita a los competidores. Del otro el aislamiento buscado es en sí mismo un error: no contribuye en nada a facilitar la labor de oposición constructiva que los electores moderados (incluidos buena parte de los que el día 14 votaron PP) desean y esperan, no aporta nada en el pendiente trabajo de recuperar a los electores que abandonaron al PP por la abstención en razón de la arrogancia y oportunismo percibidos en el Gobierno, ni, desde luego, va a contribuir a disputar en buenas condiciones el dominio del centro con un PSOE que exhibe un talante moderado y dialogante. Y con ello abre inconscientemente la puerta a dos posibilidades poco recomendables desde una óptica conservadora: la de una mayoría absoluta socialista y la apertura de una ventana de oportunidad para el surgimiento de ese partido de centro que desean algunos disidentes del propio PP y patrocinaría gustoso como referente español el nacionalismo moderado catalán, alguno de cuyos primeros movimientos son detectables entre nosotros, por cierto.

La táctica del glorioso aislamiento es aún mas errónea en la hipótesis de que la misma se debiera al cálculo de que el PSOE del señor Zapatero no iba a ceder la mayoría en las mesas de las Cámaras, en especial del Congreso, a las minorías, por lo que el enrrocamiento del PP le aseguraría al mismo una posición de privilegio sin coste alguno para sí y con puesta en evidencia de los socialistas. El cálculo ratonero de que nadie iba a prescindir de prebendas ni de la posición estratégica en la mesa del Congreso revela que la dirección parlamentaria popular todavía no ha asumido que enfrente no se halla el adversario tradicional, que guste o no bajo la dirección del señor Zapatero el PSOE está cambiando y que la técnicas y tácticas que fueron buenas ayer han dejado de serlo hoy sencillamente porque el interlocutor es distinto.

El PP debe anotar que vive en un país en el que los acuerdos están mejor vistos que la bronca, entre otras cosas porque los primeros son más eficaces que la segunda, y cuanto antes cambie de registro mejor para todos, incluido el propio PP. La piedra de toque está por demás próxima: la reforma constitucional a que obligará la ratificación de la Constitución Europea, texto al que los conservadores no pueden decir no. Si quieren ser alternativa de gobierno, claro está. El PP ha empezado mal, quiera Dios que rectifique.

Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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