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El discreto encanto de la democracia

Antón Costas

En los últimos años he pensado muchas veces que los españoles tenemos una visión demasiado romántica de los fundamentos de nuestra democracia y de las condiciones que pueden darle estabilidad y legitimidad a largo plazo. Existe una idea muy extendida acerca de que la democracia fue posible en España porque al final del franquismo existía un consenso en unos "valores básicos" que eran compartidos por el conjunto de la sociedad española. Esta visión me parece no sólo discutible, sino errada. Mi impresión de aquellos años es que la sociedad española era muy desigualitaria y estaba profundamente dividida respecto de los valores básicos que debían orientar las leyes y las políticas públicas.

Pero, aun así, la democracia -es decir, la tolerancia y la aceptación del pluralismo político-, fue posible porque cada grupo tenía muy claro que no podría imponerse a los otros por la fuerza. Los partidarios del viejo régimen sabían que no podían seguir dominando después de Franco y los grupos de oposición sabían también que no podrían llegar a gobernar sin buscar un acuerdo con los franquistas. Fue ese empate de fuerzas entre grupos opuestos y hostiles lo que llevó a buscar un consenso, pero no sobre valores básicos relacionados con los fines de la política, sino sobre las reglas mínimas a través de las cuales se deberían buscar esos fines. Esas reglas fueron el diálogo y el consenso sobre las grandes cuestiones de la vida pública, tanto a la hora de decidir llevar a cabo reformas como a la hora de anularlas.

Decía que me parece errada la visión de que la democracia fue el resultado de un consenso previo sobre los valores y fines básicos, porque esa visión puede llevar a pensar que la democracia se ha debilitado en España cuando ha comenzado a romperse ese consenso. Y no es así. Los valores siguen siendo diferentes. Para tomar un solo ejemplo, pensemos en las diferencias existentes entre los españoles acerca de cómo concebir el papel de la religión en la enseñanza básica. Las cosas han comenzado a torcerse, a mi juicio, cuando algunos grupos creyeron, equivocadamente, que estaban en condiciones de imponer sus fines por la fuerza. Eso comenzó ya en los años ochenta en algunas cuestiones, como la educación. Pero se hizo más evidente cuando los nacionalistas vascos entraron por el camino de Lizarra, intentando imponer al resto de los ciudadanos y fuerzas políticas de Euskadi y del resto de España su opción por la autodeterminación.

Posiblemente algo de esto le pasó también a José María Aznar hacia el final de su mandato. Pensó que estaba en condiciones de imponer sus valores al resto de los grupos políticos y de los ciudadanos que no pensaban como él. De ahí que rompiese la regla del diálogo para acordar las grandes decisiones de política exterior, como la alianza con George W. Bush en la guerra de Irak, o de política interna, como la reforma del mercado de trabajo, la de educación, la consideración de la religión en la enseñanza o el Plan Hidrológico. Se volvió al ordeno y mando y al decretazo. Parafraseando a Clausewitz, la vida política española se transformó en una "continuación de la guerra civil por otros medios".

La teoría política moderna ha puesto de manifiesto que un régimen democrático alcanza la legitimidad y la estabilidad a largo plazo en la medida en que sus decisiones resultan de una deliberación plena y abierta entre sus principales grupos políticos, instituciones y representantes de la sociedad civil. La deliberación entendida como un proceso de formación de opinión, en el que cada uno está abierto a la posibilidad de variar de opinión a la luz de los argumentos de los otros y de la nueva información que surja en el transcurso del debate. Por eso, lo que más me ha gustado de José Luis Rodríguez Zapatero, durante su campaña y su discurso de investidura, es la reivindicación y la insistencia en el retorno a las reglas del diálogo y del consenso como mecanismos para tomar las grandes decisiones políticas. No se trata de forzar a nadie a que renuncie a sus objetivos políticos, por muy equivocados que les parezcan a los otros. Se trata, en primer lugar, de ponernos de acuerdo en estar en desacuerdo. Y después, seguir hablando para llegar a entenderse, practicando un diálogo más amistoso con la democracia, sin tentativas de aplastar o imponer los puntos de vista al adversario.

Las primeras imágenes de esta legislatura alientan al optimismo. El nuevo talante de Rodríguez Zapatero y de Rajoy, así como el de todos los que intervinieron en la sesión de investidura, parece ser capaz de abrir una nueva etapa política. Pero habría que ser cautos con las expectativas, para no experimentar después frustraciones exageradas. Especialmente los grupos nacionalistas y regionalistas. Hasta ahora tenían el espejismo de que algunas de sus reivindicaciones -más financiación, más inversiones, más autogobierno, la autodeterminación, etcétera- no se conseguían porque en Madrid había un Gobierno intransigente. Pero muchos de esos objetivos seguirán siendo igualmente difíciles en la nueva etapa, especialmente si se plantean como un trágala. Queda, por tanto, un largo y difícil camino que va desde la lucha fratricida en que nos encontrábamos al toma y daca sobre las propuestas del Gobierno y los grupos de oposición. Porque en eso consiste el discreto encanto de la democracia: no en ponerse de acuerdo en los fines o en los valores básicos, sino en respetar las reglas acordadas para perseguirlos. Si se logra, especialmente entre los grupos que han apoyado o que no han votado en contra de la investidura de Rodríguez Zapatero, estaremos ante un Gobierno fuerte y estable.

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