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Columna
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Zona cero

Hay algo en ellos que nos atrae de modo misterioso. Algo deben tener los agujeros, alguna fuerza oculta, primigenia, no sé, que tira de nosotros irresistiblemente. Hay un cuadro, El origen del mundo, de Courbet, que a lo mejor explica esta fascinación que desde que nacemos sentimos por las grutas y los cráteres, las fosas abisales y hasta los socavones de las obras públicas. De la cuna a la tumba (que al fin y al cabo es sólo un agujero) nos pasamos la vida intentando cubrir huecos vacíos o rellenando espacios con palabras cruzadas como en los crucigramas y dameros malditos.

Lo primero que el viajero ha de hacer cuando arriba a la ciudad de Nueva York, me cuenta mi cuñado, que esta Semana Santa estuvo allí ejerciendo de turista paciente, es asomarse al hueco de la Zona Cero. El agujero o cráter que dejaron las torres abolidas por Bin Laden viene a ser a Manhattan lo que la Torre Eiffiel es a París. El siniestro alveolo aún vacío se ha convertido en una atracción turística de primer orden. Si uno no se ha asomado al socavón no ha estado en Nueva York. Da igual que en nuestra oscura capital de provincias haya cien socavones igual que cien heridas rodeadas de ancianos aprendices de ingeniero. Da igual. La Zona Cero es única y merece la pena soportar siete horas de avión para asomarse a ella diez minutos.

Dicen en los folletos que a quien se asoma al pozo de la Zona Cero le es dado ver el porvenir del mundo. Lo dicen los folletos y lo dice (lo cual resulta aún más preocupante) un filósofo llamado André Glucksmann, ese tipo parecido a Andy Warhol al que muchos de ustedes habrán leído y que el pasado jueves fue entrevistado en estas mismas páginas. La Zona Cero, recordaba el filósofo francés, muy puesto en el asunto, es el nombre con el que los americanos designaron el perímetro sobre el que realizaron la última prueba de la bomba atómica en Nuevo México. Después del 11 de septiembre, la Zona Cero significa el principio de un nuevo modo de devastación contra el que, según Glucksmann, vale todo. Hay que reconstruir Europa con el rabo del ojo puesto en la Zona Cero. Lo que debe unir a Europa, dice el provecto nuevo filósofo francés, es el gran agujero de Manhattan. Lo demás son milongas. La situación en Irak, sigue diciendo, no es hoy peor que antes (eso lo dice Glucksmann, que al parecer ve poco el telediario, ni siquiera el de la 1, sin que se le despeine su flequillo). Se trata de un enfrentamiento entre la civilización y la barbarie, entre la gente aseada de Occidente y los nihilistas de Corán y chilaba. Lo peor que podemos hacer, asegura, es justificar las causas del terrorismo hablando de tensión entre pobres y ricos, de pueblos humillados y demás zarandajas. Al terrorismo hay que plantarle cara estilo Charlton Heston, con un rifle en una mano y las Tablas de la Ley en la otra. Y, entretanto, convertir cada fosa común en un parque temático, porque del terrorismo, lo mismo que del cerdo, se aprovecha todo.

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