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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Hijo de Eton y del desierto

Está de más, y desde luego es decir de menos, constatar que Manuel Leguineche (Arrazua, Vizcaya, 1941) responde perfectamente a cómo llaman los griegos al periodista, "dimosiografos", osea textualmente "escritor popular". Toda su obra, en libro o en prensa, participa de los quehaceres simultáneos del periodista y del historiador. Y acaso su faceta más querida sea la de escritor de temas viajeros. La vida de Wilfred Thesiger (1910-2003) tenía que cruzarse, para gozo de los lectores, en el camino de Leguineche. No es seguro que ya vayan a nacer periodistas-historiadores como Leguineche, aunque de esperanza también seguimos viviendo. Lo seguro es que ya no habrá viajeros como Thesiger, que responde a una estirpe y un estilo más primo hermano de Lawrence de Arabia (o incluso de un Harry St. John Philby) que por ejemplo de Norman Lewis o Colin Thubron o William Darlimple. Porque hasta los trotamundos británicos han cambiado, y son menos como eran.

EL ÚLTIMO EXPLORADOR: LA VIDA DEL LEGENDARIO WILFRED THESIGER

Manuel Leguineche

Seix Barral. Barcelona, 2004

373 páginas. 19 euros

Leguineche se ha enfrentado

con "su" Thesiger ("hijo de Eton y del desierto", le define) como cumple al personaje: mediante un libro arrebatado, que se dispara lo mismo a pintar los contextos históricos de que su protagonista huía o a cuyo encuentro iba, o bien opta por intentar asomarse a la compleja, enrevesada, ardiente intimidad del hombre que combatió al Eje en África y en los años sesenta participó contra el Yemen republicano, el hombre que empezó a viajar atravesando la Etiopía hostil de los afars, el que cruzó el desierto más desierto de Arabia en camello, homologándose con los beduinos más recalcitrantes, o se enfangó ocho años con los madans, marismeños del sur de Irak, a los que Thesiger no sólo curó, sino que llegó a circuncidar, y hoy exterminados en su inmensa mayoría por Sadam y alrededores. Y, por supuesto, hay en el libro de Leguineche continuas digresiones y telones de fondo que nos relatan los avatares de otros insignes viajeros (Thomas, Freya Stara, el propio Lawrence), para contraponerlos especular y especulativamente con las aventuras de Thesiger, que abarcaron desde el místico desierto (tema de Arenas de Arabia) hasta los aplastantes desfiladeros del Hindu Kush y el Karakorum, o desde Irán a Kenia.

Leguineche pone como epígrafe del libro una frase lapidaria de Heródoto: "Todo lo nuevo viene del desierto". Pero describe minuciosamente cómo toda la peripecia vital de Thesiger fue una sostenida cruzada interior contra el avance de los coches y demás adefesios de la modernidad, exterminadores de las formas de vida a que él había consagrado lo mejor de sí mismo. Todo un caballero del Imperio Británico, capaz de sudar la gota gorda y de apretar los dientes en circunstancias que desde luego no habrían sido de buen gusto en Belgravia, pero siempre presididas por el afán del going native. "Lamento que las fuerzas que de forma inexorable suburbanizan el mundo conviertan a los miembros de la tribu en camareros de ciudad", escribe Thesiger. Y también: "Todo lo que quería de mi civilización eran unos cuantos libros, aunque no dispusiera de tiempo para leerlos. En Arabia aprendí a cambiar de un mundo a otro tan fácilmente como se cambia uno de camisa, pero siempre quise mantener ambos mundos aparte entre sí".

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