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Columna
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Carrere en San Ginés

Bajo el tejadillo de la librería de San Ginés conviven, en caótica mezcolanza, autores olvidados y escritores de éxitos librescos efímeros, tomos en rústica de editoriales fenecidas, manuales de oficios en extinción, saldos y restos de colecciones populares, sesudos tratados, guías atrasadas y poemarios que llegaron a ser de segunda mano sin que mano alguna hollara sus páginas selladas por las que no pasó cuchillo ni abrecartas. La casualidad ordena extrañas asociaciones e insólitas compañías, pues el precio y el tamaño son los únicos elementos aglutinadores.

La librería de San Ginés y la de la plaza de Santa Bárbara forman, con las barracas grises de la cuesta de Moyano, los últimos reductos del desmoronado frente libresco de ocasión que un día multiplicó sus trincheras en plazas y esquinas, humildes garitas en las que todavía montan guardia profesionales con vocación y oficio. Los libreros de viejo conservan la ilusión de encontrar un tesoro, una joya bibliográfica agazapada en una biblioteca puesta en almoneda. Los lectores que husmeamos en sus heteróclitos tenderetes no aspiramos a tanto, sabemos que no hay tesoros a un euro, ni joyas que hayan escapado a la sagaz mirada del dueño del tinglado; nuestro sueño es rescatar entre los restos del naufragio un libro que tal vez marcó nuestra infancia, una edición específica con la portada descolorida y las hojas amarillentas; y nadie nos quita de soñar por un momento que, tal vez, sea el mismo ejemplar que leímos clandestinamente, disimulado entre libros de texto, en el pupitre mientras un maestro desganado explicaba la raíz cuadrada o el teorema de Tales.

Libros que perdimos, que prestamos y no nos devolvieron, que nos robaron, que olvidamos en un tren o en una mesa del café, libros que vendimos en un momento de apuro, o que se traspapelaron en una mudanza precipitada. El librero que también es lector -y por lo tanto cómplice y hermano- capta el destello ilusionado de los ojos y el gesto posesivo de las manos que aferran el preciado objeto y a veces ni se molesta en ofrecernos una bolsa de plástico, porque sabe que nos lo vamos a llevar puesto.

Los libros del tenderete no llevan precintos, ni plásticos, ni celofanes y pueden ser ojeados, manoseados y escrutados por los viandantes con la aquiescencia y complacencia de los libreros, que distinguen a primera vista entre el mirón ocasional que pierde el tiempo entre las pilas de revistas y el lector voraz que se cierne sobre el paisaje como ave de presa y escruta a fondo los rimeros, el ojo avizor y las manos ágiles. En el quiosco de San Ginés, adosado a la castiza iglesia del mismo nombre, compré años ha las primeras novelas de Pedro de Répide, al que sólo conocía entonces en su faceta de ameno y documentado cronista de Madrid y de sus calles. En el quiosco de la plaza de San Ginés encuentro hoy un libro de relatos de Emilio Carrere, compañero suyo de bohemias y nocturnidades, escritor de relatos cómicos y tremebundos, cuadros de costumbres, prosas y versos con las que alcanzó enorme popularidad en su tiempo, esa clase de fama que acaba por costarle a un autor la posteridad porque suscita la envidia y alimenta el recelo y genera póstumas venganzas de colegas y críticos que tal vez vivieron demasiado tiempo a su sombra. Del ditirambo exacerbado al olvido absoluto media un paréntesis de oprobio en el que los laureles se tornan abrojos.

La calavera de Atahualpa es la narración que presta su título al libro de bolsillo, cuidadosa edición de Valdemar con ilustraciones humorísticas de la época, a tono con la desopilante y esperpéntica trama que Carrere utiliza para sacudirle el polvo a la bohemia, pero sobre todo a la Academia. De las frívolas tertulias de los cafés a las pomposas sesiones de los inmortales, el autor, que conocía mejor las primeras que las segundas, descabeza títeres y se burla de los papanatas, denuncia a los corruptos y desnuda a los sátrapas de la vida cultural, política y científica de su época en una desenfrenada parodia de tinte grueso y humor desenfadado que, seguramente, no le procuraría muchos amigos entre sus contemporáneos y apartaría de su horizonte cualquier posibilidad de acceder a un sillón de la Academia. La presunta calavera de Atahualpa me hace un guiño desde la portada. Y sólo cuesta dos euros.

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