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Tribuna:LA NORMATIVA URBANÍSTICA
Tribuna
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Desastres naturales y responsabilidad social

La primera reacción cuando se produce un acontecimiento como el registrado los días pasados en el litoral malagueño es la de definirlo como un desastre natural, cuyo factor principal se encuentra en las fuerzas desencadenadas de la naturaleza, imprevisibles y difícilmente controlables por el hombre. Pero, como tal primera reacción, no es más que una reacción primitiva, que requiere de una segunda reflexión para el debate social y la toma de decisiones públicas.

Puede parecer una obviedad, pero es oportuno recordar que los fenómenos definidos como desastres o riesgos naturales reciben su calificación de "natural" de los factores que aparentemente los generan, cuando sería más adecuado calificarlo en función no de su génesis sino de sus efectos sociales y económicos. Porque los desastres naturales sólo se cuantifican o miden, sólo importan, en relación con la incidencia que tienen sobre la vida humana y las actividades económicas. Es decir, ni los terremotos ni las inundaciones son objeto de preocupación en zonas despobladas, ni provocan desastres, ni constituyen riesgos en éstas. Son desastres o constituyen riesgos en función de sus consecuencias, no de su origen. Y desde esta perspectiva son todo menos naturales.

Dicho esto, no es menos cierto que los territorios ocupados por el hombre y sus actividades económicas poseen unas características físicas y unos condicionantes naturales que en ningún caso pueden ser desconocidos por quienes sobre los mismos han de actuar. De estas características y condicionantes, unas pueden ser consideradas de comportamiento regular y otras de comportamiento episódico u ocasional; son estas segundas las que generalmente se relacionan con los desastres naturales.

En las condiciones actuales de avances científicos y desarrollo tecnológico, las Administraciones Públicas, a la hora de la toma de sus decisiones, no pueden ser eximidas del conocimiento de la realidad física de sus territorios. Y esto debe valer tanto para la construcción de las carreteras y las propiedades de los suelos sobre los que han de discurrir, como para establecer niveles de resistencia a los movimientos sísmicos de edificios y otras construcciones públicas (puentes, sin ir más lejos); para establecer cautelas de ocupación de suelos en los sometidos a riesgos de inundación o para prever los efectos de una sequía prolongada sobre el desarrollo de la vida humana y sus actividades económicas. Pero sólo nos ocuparemos aquí de la relación con nuestro clima.

Siendo conocido por todos que el rasgo que mejor caracteriza al clima mediterráneo es su irregularidad pluviométrica, nuestra sociedad parece haber optado antes por responder al riesgo que puede suponer la sequía que estar preparada para responder al daño que pueden provocar las inundaciones. Y ello resulta tanto más sorprendente si se toma en consideración que la sequía, "la pertinaz sequía", es un desastre natural que avisa, que se le ve venir, pues es el resultado del mantenimiento de una prolongada situación atmosférica, mientras que las inundaciones son episodios esporádicos, de fuerte impacto en un periodo de tiempo breve. Es decir, nuestra sociedad ha usado importantes recursos económicos, con importantes efectos ambientales, para garantizarse el abastecimiento de agua; sin embargo, no ha tomado medidas similares en relación con el riesgo de las inundaciones.

Es más, y aquí entraría otro factor a considerar: en el caso de las inundaciones, todo apunta a la evidencia de que la intervención humana, mediante obras de infraestructuras, de corrección de cauces y/o de urbanización, contribuye a multiplicar los efectos perniciosos de unas lluvias torrenciales. La explicación más bondadosa de tal situación se encuentra en el alto grado de confianza depositadas en las técnicas utilizadas para canalizar la escorrentía natural de las aguas, ya sea para evitar directamente las inundaciones o para hacer posible la ocupación del territorio por la ciudad y las infraestructuras, particularmente las de comunicación, transversales al discurrir de los ríos. Pero a ello hay que unir un desconocimiento insuficiente del comportamiento de los arroyos y ramblas mediterráneas, una insuficiente delimitación de los cauces y del dominio público-hidráulico, unas previsiones técnicas que no prevén las grandes avenidas o donde la reducción de los costes de construcción llevan a que no se prevean en las condiciones adecuadas y, en fin, una ocupación abusiva por la urbanización de tierras bajas y previsiblemente inundables.

Llegados a este punto, parece que se impone la necesidad de fijar determinados límites, sin embargo, otro elemento debe ser incorporado al debate: la sociedad, a través de sus normas, debe establecer un acuerdo sobre el nivel del riesgo que está dispuesta a cubrir o que está dispuesta a correr. El caso de la normativa relativa a los movimientos sísmicos es bien expresivo de lo que estamos exponiendo. Cuando una normativa fija que los edificios que se construyen en un país han de resistir un terremoto de grado x, significa que la construcción ha de contemplar entre sus costes los derivados del establecimiento de esa norma y ése es el nivel de riesgo que queda cubierto. Si el terremoto supera ese grado, se entra en el nivel de riesgo que la sociedad está dispuesta a correr y a asumir en términos de declaración de zona catastrófica, ayuda a los damnificados, etcétera.

Sin duda, en el caso del riesgo de inundación, la situación es más compleja y con ello la toma de decisiones públicas a la hora de adoptar restricciones de usos de suelo y criterios de intervención. Pero no es menos cierto que los episodios a los que asistimos ponen de manifiesto que estamos dispuestos a asumir un mayor riesgo (cuya cobertura siempre es soportada por las Administraciones Públicas) que a establecer cautelas, limitaciones y restricciones de uso que cubran un riesgo previsible (que deben asumir los beneficios directos de las actuaciones). Una mal entendida, y menos asumida, ordenación del territorio, un mal entendido desarrollo económico, la permisividad en relación a determinadas actuaciones privadas y una confianza suicida en el "nunca pasa nada" apunten en la dirección del riesgo que se está dispuesto a correr frente al riesgo que se quiere cubrir.

Éste es, en mi opinión, el punto focal del debate socioeconómico en torno al riesgo de las inundaciones en nuestras costas mediterráneas, sin entrar en consideraciones de carácter ambiental, que significaría una clara apuesta por el respeto al discurrir natural de los ríos y por mantener expeditos los cauces ocasionales de los arroyos y ramblas. Urge un nuevo compromiso social en relación a este asunto, del que derivar el establecimiento de normas. Y no acordarnos sólo de Santa Bárbara cuando truena.

Josefina Cruz Villalón es secretaria general de Ordenación del Territorio y Urbanismo de la Junta de Andalucía.

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