Una novela turulata
La de un espléndido naufragio. Tal es la impresión que produce esta novela, que por todas partes va haciendo aguas conforme se ve envuelta en los oleajes a que ella misma se expone, tan atrevidamente.
En el muy interesante epílogo que añade a su libro, Álvaro Pombo acusa un cierto malestar en relación al mismo. El malestar se lo produce, dice, la decisión de haber entrometido en su novela personajes históricamente existentes, hechos históricamente verificables, y la inquietud de no haber estado a la altura de las exigencias que una decisión de este tipo comporta.
También al lector lo embarga un cierto malestar a medida que se adentra en la novela, pero en su caso el malestar tiene que ver, antes que nada, con la impresión -corroborada luego por lo que Pombo dice en su epílogo- de que a la novela que ha empezado por leer se le viene a empotrar otra.
UNA VENTANA AL NORTE
Álvaro Pombo
Anagrama, Barcelona, 2004
316 páginaS. 16,50 euros
Toda la lectura de Una ventana al norte va tensándose con la expectativa de que esa novela empotrada termine por encajar en la primera. Lo cual queda bastante lejos de ocurrir. Y si por un lado ello actúa en perjuicio de la redondez y de la eficacia de la novela en su conjunto, por otro hay que decir que esa tensión constituye uno de sus principales alicientes.
Una ventana al norte empieza siendo el soberbio dibujo de Isabel de la Hoz, que allá por los años veinte del pasado siglo fue "un célebre personaje de la historia local santanderina". A Pombo, quien siendo niño oyó hablar a su madre y a sus tías de este "personaje vigoroso y fascinante", le interesó primero ilustrar el contraste entre el pacato ambiente de la burguesía santanderina de aquella época y una mujer empeñada en ser ella misma "la heroína de su propia leyenda aventurera".
Muy tempranamente, Isabel de la Hoz aspira a ser "el lugar de lo inesperado, la encarnación de lo impensable". La disidencia respecto a su medio no responde a un impulso erótico. Su único instinto fuerte es "el instinto de ser diferente, de ser ella misma a todo trance". Constituye así, en su manifestación más radical pero también más trivial, una personalidad embargada por lo que cabría denominar la utopía del Yo. Una utopía que, en el caso de Isabel, se nutre de imprecisas consignas viajeras y que, frente a la reputación de excéntrica que le procura entre los suyos, apenas le sirve a ella para otra cosa que para hacerse "una idea estética de sí misma y de su vida".
Isabel de la Hoz protagoniza, dentro de Una ventana al norte, una novela sobre la diferencia, sobre la pasión por la excepcionalidad, sobre el desapego. Es una novela estupenda, quizá la más autobiográfica de Pombo y sin duda -y por ende- la más santanderina, en el sentido de que, como se llega a decir por algún lado, parece que lo de "ser de Santander" (epítome para el caso de la burguesía española y provinciana) era -y sigue siendo- "un fin en sí mismo".
Pero he aquí que Isabel de la Hoz es seducida inesperadamente por Indalecio Cuevas, un indiano que, venido a España a buscar esposa, regresa a México casado con ella. Y es en México donde Isabel, siempre a la zaga de su propio destino impredecible, es azarosamente atraída a la causa de los cristeros, como se llamó el movimiento de quienes en aquellos años de 1926 a 1929 se levantaron en armas contra las severas medidas del líder revolucionario Plutarco Elías Calles que restringían el culto religioso en todo el país.
Sin abandono de la primera -la
de Isabel de la Hoz- comienza así, dentro de Una ventana al norte, una segunda novela que, por debajo del trágico acontecer de la guerra cristera, tiene como principal foco de interés una sutil inquisición sobre la naturaleza del enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado, y aun por debajo de esto, una apasionante reflexión sobre asunto tan espinoso y aparentemente extemporáneo como es el martirio, y el imperativo al mismo que, conforme a la tradición cristiana, conlleva toda persecución religiosa.
Se movilizan aquí los talentos más personales y por tanto más extravagantes y seductores de Pombo. Para sacar adelante esta segunda novela, y para coserla con la novela de Isabel de la Hoz, Pombo acude a plantillas convencionales de la novela de aventuras y, más llanamente, del folletín, o de la "novela pasional" (como se dice en el texto de la sobrecubierta, que conviene leer), dando por resultado un extrañísimo engrudo narrativo, que mezcla ecos de Quo Vadis? con los de una novela como El poder y la gloria, de Graham Greene.
El protagonista real de esta segunda novela no es tanto Isabel de la Hoz como Ubaldo Zamacois, el cura al que Isabel e Indalecio acogen en su casa y que se convierte en testigo de los desórdenes que en ella tienen lugar. Con su mentalidad acomodaticia y espíritu pusilánime, el padre Ubaldo encarna con patetismo no exento de comicidad el necesario pragmatismo de una Iglesia católica impelida a llegar a "arreglos" con el poder político para asegurar su supervivencia.
Contrafigura de Isabel de la
Hoz, Ubaldo Zamacois protagoniza alguno de los episodios cumbres de la novela, como el de la criptomisa que celebra a su pesar. Pero ese y otros muchos episodios también magníficos se perfilan casi aisladamente en una secuencia narrativa, e incluso retórica, que produce un innegable efecto de descontrol.
Pese a su documentación histórica, toda la novela funciona -por emplear términos sacados de ella misma- mediante una suerte de "verosimilitud fraccionada". Es el todo el que produce un efecto de verdad que las partes, por sí solas, no alcanzan. El tosco empleo de documentos reales combina mal con el brillante estilo panorámico, casi de almanaque, con que se trazan algunos frisos de época, y todo ello, a su vez, se compadece aún peor con la artificiosa verbosidad con que los personajes se expresan y la estrafalaria entidad del narrador.
La lectura de Una ventana al norte es ganada progresivamente por una impresión de abigarramiento, de alambicamiento también, a la que sobrevuela a momentos un aire de demencia -el que provee la naturaleza excéntrica de Isabel- en el que no deja de alentar, para colmo, "un tono de frivolidad insoportable". Se diría que Isabel confiere a la novela entera un aire turulato, en el bien entendido de que "lo turulato, curiosamente, transforma en ventana al norte y sucedáneo de locura cosas que contadas de otra gente más sencilla, menos famosa que Isabel de la Hoz, parecerían puras y simples inmoralidades".
La propia elocuencia de la novela termina siendo, como la de Isabel, una "elocuencia turulata". Pombo lleva más lejos que nunca su extremosa facundia, que como la de Isabel brota de "una voluptuosidad poderosa concentrada en el habla, en el entreverado de sensatez e insensatez del habla". El resultado es a la vez intrigante y cautivador y apabullante. Con tanto más motivo cuanto que Pombo procede en esta novela con una desinhibición, con una desvergüenza, con una formidable falta de decoro, que no hacen más que dar vuelo a su prodigiosa aptitud para la "analítica sentimental" y para el funambulismo conceptual.
El resultado es un desastrado milagro, un libro fascinantemente defectuoso, incluso fallido, del que ninguna de las numerosas objeciones que suscita alcanza a resultar disuasoria, y sí en cambio irresistibles atractivos.
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