La ley del más fuerte
Al principio, cuando la mujer joven que interpreta Isabel Ordaz se dirige al público con una sonrisa cómplice y le confiesa que hace muchos años que no hace el amor -"no es una queja: vivo muy bien así"-, el espectador poco informado teme que Algún amor que no mate sea una secuela tardía de Hombres, aquella comedia de confidencias hecha a la medida de las chicas de T de Teatre. Pero tras el tono desenfadado de la actriz hay algo tan inquietante como ese ruido continuo, molesto, de origen desconocido, con el que David Lynch contradice las imágenes candorosas del comienzo de Terciopelo azul. "Prudencia tenía arte para insinuar", continúa diciendo. "Lo perdió. Como todo. Empezó a pedir, y se equivocó de parte a parte, porque el marido supo que era él quien le podía dar, o no dar. Empezó a pedir y entregó el poder". Junto a Ordaz, está Charo Amador, su álter ego, también vestida de negro. Morenas de pelo, parecen dos viudas italianas o las nietas de Bernarda Alba que emigraron a la ciudad, y se casaron, sin imaginar que sus maridos serían de la misma pasta que la abuela. Maridos con dos caras, la del seductor, y otra, terrible. En cuestión de minutos, el ruido de fondo sube a primer plano: "Lo malo fue aquella mañana que justo quería la única camisa que tenía sucia. No me quedó más remedio que lavarla a mano con agua fría a las siete de la mañana, secarla con el secador, plancharla y guardarla en el armario bien dobladita, mientras él se ponía la que yo le había preparado". Ordaz cuenta estas cosas sin perder la sonrisa, con gestualidad antinatural y contenida, como de bailarina butoh, rompiendo la cadencia de la voz, buscando tonos delicados y sorprendentes para dar al relato una dimensión agradable, de cuento de hadas. ¡Qué bien pone en tensión la manera y el fondo! Siempre le habla al público, porque la otra mujer, interpretada espléndidamente por Charo Amador, que también toma a veces las riendas de la narración, sabe de sobra de qué se trata.
La versión teatral de Algún amor que no mate, primera novela de Dulce Chacón (1954- 2003), es un rosario de escenas breves, que corren una tras otra como una hilera de fichas de dominó. Su autora la terminó poco antes de que un cáncer acabara con ella. Le bastó quitar algunos capítulos, recortar otros y confiar en que Eduardo Vasco acertaría a hacer de la literatura, teatro. El trabajo del director con las actrices es pura alquimia: desdoblando entre ambas el monólogo interior de la protagonista, introduce una distancia de otro modo imposible entre el personaje y su peripecia. Tal y como hace la protagonista de la novela, Ordaz y Amador narran la caída de Prudencia como si no fuera del todo con ellas, y en ese efecto de extrañamiento, salpicado por momentos de verdadera intensidad, está la clave de su éxito. Son dos actrices de primera línea que trabajan poco en teatro. Vi a Isabel Ordaz hará nueve años llevar sobre sus hombros, con ligereza, todo el peso de la adaptación teatral de El mudejarillo, novela de José Jiménez Lozano sobre san Juan de la Cruz. Y a Charo Amador, hace algunos menos, cantando por derecho Nana, un monólogo de Samuel Beckett inasible para el común de las actrices.
Pocas veces se ha tratado en escena el terrorismo doméstico, y en ninguna se ha mostrado de modo tan sutil cómo lo que empieza siendo una pequeña pérdida de terreno personal, acaba convirtiéndose en un estado de sitio. Lo más revelador de la pieza, el momento en que la mujer, que todavía duda de lo que le está pasando, se entera de que su marido también golpea a su amante: al saber de otra víctima, toma conciencia de la naturaleza del verdugo. En la realidad, el maltratador también pone cuando puede la zarpa en más de una presa: a veces simultáneamente, en casa y haciendo mobbing en el trabajo. El filo busca la herida.
En el camino del libro a la escena, Algún amor que no mate pierde en matices lo que gana en contundencia. En la novela, el carácter y la conducta de la madre del marido, lo explican: también ella maltrató, a su modo, a sus dos esposos. En la obra sólo se manifiesta la pura maldad de su hijo.
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